8 de abril de 2009
El rosado busca desterrar tópicos. La fuerza del mercado es la mejor arma para combatir los complejos. Y el mercado, sobre todo en ámbitos internacionales, está impulsando en las últimas campañas los vinos rosados. La DO Navarra, tierra de rosados como dicta el tópico, parece que comienza a desterrar algunos viejos complejos y asume la paternidad de esos vinos considerados menores. Es una nueva filosofía después de varios años en los que el capítulo de rosados se asumía como con resignación. En abril el corazón de Pamplona será el escenario del Mes del rosaDO Navarra, toda una fiesta reivindicativa de un tipo de vino un tanto despreciado pero que es un valor al alza.
El certamen que se pone en marcha este año es fruto de la iniciativa de Luis Fernández Olaverri, propietario de La Vinoteca, tienda de vinos con dos establecimientos en Pamplona, que es uno de los personajes más inquietos del mundo de vino navarro. Se ha aliado con Pilar García-Granero, presidenta del Consejo Regulador de la DO Navarra, que está empeñada en impulsar cualquier iniciativa a favor de la calidad y de la imagen de los vinos de esa región. Aunque sea reivindicando una imagen de zona elaboradora de vinos rosados que era asumida con dificultad y hasta combatida por una parte de lo que puede ser considerada la modernidad del vino navarro.
El acto central de esta fiesta del rosado tendrá lugar el 18 de abril en la calle Chapitela, una de las peatonales que desemboca en la emblemática y hermosa plaza del Castillo, en el corazón de Pamplona. Ese día 15 bodegas de la DO Navarra participarán en la I Muestra del RosaDO Navarra para ofrecer una degustación de sus mejores rosados. Será la culminación de una serie de actos a celebrar durante el mes de abril que se puso en marcha el 31 de marzo con una mesa redonda y el 7 de abril con un curso de cata específico de vinos rosados. Además, la sede de La Vinoteca de la propia calle Chapitela ofrece durante todo el mes degustaciones de los vinos rosados que forman parte de la iniciativa
Valor en alza
Hace un cuarto de siglo decir Navarra era decir rosado y viceversa. En plena euforia de aquella moda que ensalzó los vinos del año y que se recitaba como en una sola palabra, vinos-jóvenes-frescos-y-afrutados, el rosado navarro tenía un papel preeminente apenas discutido por los llamados claretes de Cigales o de la Ribera del Duero, que eran otros clásicos, o por los emergentes rosados del Penedés, apoyados por el impulso que en esa etapa tuvieron los blancos. En los primeros ochenta en el imaginario del incipiente consumidor de vinos de calidad el blanco joven por antonomasia era del Penedés o, sobre todo, de Rueda, el tinto era el popular cosechero de Rioja y el rosado, de Navarra.
Esos vinos jóvenes combatían la idea tópica de que el vino-vino era el tinto con crianza (de Rioja a ser posible) y lo demás apenas superaba el estatus de vino-refresco. Sin embargo el papel de los vinos jóvenes fue crucial en esa etapa de renovación de las estructuras del vino español.
Eran nuevas elaboraciones que perseguían mantener el carácter frutal y la frescura y para ello requerían una preparación tecnológica especial en las bodegas. Fue la etapa de la eclosión de las bodegas-lechería, bodegas impolutas amuebladas con brillantes depósitos de acero inoxidable que contrastaban violentamente con el aspecto de las viejas bodegas, que se acercaban en buena parte al concepto de bodegas-cuadra (en algunos casos literalmente: había que apartar las vacas para llegar al viejo tonel de madera de ignota procedencia en el que estaba el vino).
Mejoraron mucho los vinos jóvenes, entre ellos los rosados y muy especialmente los navarros, que hay que decir que fue a partir de esos años cuando comenzaron a ser merecedores de verdad de la fama que les precedía y que se debía, sobre todo, a las cualidades de las viejas garnachas mayoritarias en la región. El impulso de los vinos tintos de filosofía innovadora arrinconó en cierta forma a las elaboraciones clásicas, a la uva Garnacha, que era sustituida por las nuevas variedades internacionales, y al rosado, que era considerado por muchos prácticamente como el hijo tonto de la familia vinícola Navarra.
La modernidad está cambiando ese estado de cosas. La crítica y el público comienzan a valorar en su justa medida los méritos de un vino sin dobleces, sin posibilidades de disimular cualquier defecto. Y es que el rosado es un vino fácil de beber, fresco, frutal, franco, que ha de ser fragante, carnoso y gustoso, que muestra sus cualidades a pecho descubierto. Tenido por muchos como un subproducto, fruto del descarte de uvas destinadas a tintos, del “sangrado” de depósitos de tinto (para obtener vinos de mayor concentración y color, como una especie de versión moderna de los “doble pasta” clásicos) o del empleo del fruto de viñas muy jóvenes, consideradas poco aptas para elaborar tintos de calidad, sólo unos pocos son capaces de elaborar rosados de alta calidad. Son los que conciben el rosado como un producto final desde la propia viña y no como el aprovechamiento de restos.
Esas elaboraciones cuidadas son las que tienen futuro en un mercado en el que crece la demanda de rosados, tal vez como reacción ante los años de vinos tintos pastosos, de trago corto, que han proliferado en muchas zonas a partir de los años noventa por influencia de los tintos del Nuevo Mundo. La nueva buena etapa que viven los vinos rosados se percibe en muchos síntomas y ha dado lugar incluso a un concurso especializado, Le Mundial du Rosé, organizado por la Unión de Enólogos de Francia, que este año celebra su sexta edición anual y en 2008 reunió cerca de 800 vinos de 21 países, entre ellos 75 espumosos rosados, otro capítulo del rosado también en alza en los últimos años.
(Más información sobre el vino rosado en PlanetaVino nº 20).