El marketing
El vino es símbolo en algunas religiones, y también en la ciencia. El vino atrae a sus gentes más capaces. Ha habido muchos, como Columela en agricultura, Pasteur en microbiología o Kirkegaard en filosofía, gentes excelentes en otros campos de actividad que escogieron el vino en su vocación. Esto ha proporcionado al vino un papel de liderazgo en las cosas del saber y del creer, hasta hace poco.
En el siglo XX se desarrolla una nueva ciencia, la del marketing, que rápidamente se convierte en ciencia básica de la sociedad. Quizás por su bisoñez, esta ciencia ha menospreciado el vino. En lugar de conocer el vino para luego desarrollar sus teorías, sacó como verdad universal sus principios y pretendió que el vino se tenía que adaptar a ellos, so pena de desaparecer.
Desde que empecé a estudiar cosas de vino, asumí unos complejos de inferioridad inducidos por los maestros del marketing, que nos explicaban, ¡oh!, cuan retrasados e incapaces éramos los de este sector, comparados con las mentes prácticas y brillantes de la cerveza y cualquier otra cosa. Sobre todo de la cerveza.
Mientras que nosotros, neandertales a punto de ser extinguidos, nos empeñábamos en tener un sector con una dispersión empresarial enorme, con miles de marcas y producciones cortas, los cerveceros era ejemplo de concentración de empresas, lo que les daba fuerza frente al quasi-oligopolio de la distribución. Además, esas empresas se capitalizaban tanto que dominaban otros circuitos, como el de bares, monopolizando su producto el punto de consumo.
Como las tribus amazónicas, que para el marketing son unos losers, perdíamos fuerzas y pasión en defender lo indefendible, las marcas colectivas (nombre marketiniano de las denominaciones de origen), cuando todos saben que lo que funciona es la competencia feroz. Mira las riquezas que crean los ataques a la garganta en el sector de la cerveza. Eso es la vida, hijo.
Por si fuera poco, éramos unos cursis incapaces de transmitir un mensaje sencillo a los consumidores, que es lo que quieren. Contábamos historias de tradiciones, de suelos, de injertos, de climas y de que sé yo qué, que no son ni chistosas ni simples. El rollete de los bajos rendimientos, viñas viejas, sitios recónditos, tenía más de historias de Emily Bronté que de realidad económica.
Dábamos asimismo una importancia insensata a intentar describir el sabor del vino, con un lenguaje casi teológico, a menudo inconsecuente. Mirad lo bien que se vende una caña en su simplicidad, lo más que se dice de su sabor es ¡uuuummm!
Con esos mimbres, ¿a quién le podía extrañar que el sector del vino estuviera a punto de desaparecer? Como prueba teníamos el descenso continuo del consumo de vino, reemplazado por la triunfante cerveza. Los jóvenes huyen del vino porque, nos dicen los gurús, es arrogante y complicado, ellos quieren un mensaje simple. Como los osos polares, nos movíamos en islitas menguantes, que el gran cambio climático del marketing no tardaría en fundir.
La confirmación apabullante la daban algunos figurantes exitosos del vino. Los comentadores graciosos, como Gary Vaynerchuk, nos demostraban cómo había que hablar de vino. Los casposos como yo, que hablamos de terruño y de historias, de formas de pensar y de hacer que se reflejan en un líquido, éramos predicadores aburridos. Como no podía ser de otra manera, los grandes estrategas del vino dedicaron recursos ingentes a atraer a los jóvenes, a comunicar mensajes de una simplicidad insuperable.
Se evitaba comunicar emociones intelectuales en el vino. Prohibido decir que para amar el vino hay que dedicarle tiempo y atención, que el vino no es para cualquiera… De poco sirvieron aquellas campañas. El consumo del vino genérico, el vino sin apellidos, continúa bajando (de lo que el que esto escribe no deja de felicitarse).
Y sin embargo se mueve, dijo aquél… A pesar de todas las predicciones de aquella ciencia tan dueña de la verdad, nunca el sector del vino ganó más dinero que hoy en día. Jamás hubo tanta gente invirtiendo en viñedos y bodegas, ni tantos consumidores pidiendo vinos con origen e historia, usando palabras raras y haciendo gestos extraños cuando beben. El consumo del vino fino (que es palabra que nunca debiera secuestrar un tipo de vino que, como saben los que me leen, adoro, sino que define los vinos con atributos de abolengo y calidad) es más elevado que nunca.
En mi respeto visceral a la ciencia, hasta hace poco no entendía nada de esta contradicción. Y me pasó algo interesante: mi hijo se aficionó a la cerveza. No como su padre, consumidor entusiasta e irreflexivo de cañas, sino en serio. Haciendo cerveza, estudiando cervezas y dando catas de cerveza. Por amor de familia, lo seguí de cerca y descubrí un mundo para mí nuevo, que me alegró tanto como me hizo sospechar de la ciencia del marketing.
Cuando voy a un bar de cervezas artesanas no entiendo la mitad de lo que está escrito, entre otras cosas porque usan acrónimos que nadie explica, a no ser que pases por la humillación de alegrarle el día al camarero confesando tu ignorancia al preguntarle. Resulta que las marcas tienen su importancia, pero esta es inferior frente a la del origen (lo que para una bebida de grano no deja de ser sorprendente). Las cervezas más preciadas son difíciles de encontrar, porque las producciones son mínimas e irregulares.
El vocabulario para hablar de los sabores de la cerveza nada tiene que envidiar al del vino, incluyendo algunos descriptores bastante esotéricos. Ahora también la cerveza huele a frutitos extraños, y tiene texturas apretadas y retrogustos minerales…. Es lenguaje de iniciados.
Resulta que los que beben esas cervezas son jóvenes, y que se pueden pasar horas hablando de maltas, lúpulos, gentes y sitios lejanos. Resulta que les parece estupendo pagar mucho más por una cerveza de sabor único. Resulta que han salido millares de pequeños productores, muy ineficientes, que se conectan con distribuidores tan ineficientes como ellos. Resulta que las grandes cerveceras se han metido a escondidas en el mundo de la cerveza artesana, porque da dinero.
Me quedo concluyendo que el marketing es ciencia de producto básico, que comprende el impulso consumidor y no entiende de la emoción de la exploración compartida, que se pierde en la masa sin comprender al individuo ni al grupo pequeño, que no sabe todavía que todos somos masa para algunas cosas e individuo para otras.
El marketing no sabe que hay vinos de pasto, para los que beben pensando en otra cosa, y vinos finos, para gentes que piensan en lo que beben. Que el vino, y la gran cerveza, no son para todos, ni falta que hace. Que el gran vino es difícil, como lo es el amor, y por eso tiene una resiliencia infinita frente a mercados y tendencias. Que la vida es mucho más bella cuando es ineficiente, compleja e infinita en su capacidad de sorprender. Como el vino.
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