Defectos y excesos, errores y también accidentes. El tiempo en los procesos de crianza es un amigo pero también se prolonga la exposición de los vinos a ciertos riesgos. Se expone a caer en defectos, hijos casi siempre del descuido cuando no de la deliberada filosofía comercial de muchas bodegas o de la intención de disimular carencias con aportaciones externas. El envejecimiento de los vinos ofrece múltiples y variados recursos. No todos recomendables.
El pecado más frecuente de los tintos con crianza es, precisamente, los excesos durante la permanencia del vino en barrica. Las sensaciones de madera al parecer son gratas para muchos paladares y muchas pituitarias, de manera que un buen montón de bodegas las sirven a paletadas. Abundan los vinos en los que el roble nuevo, la vainilla, el coco y hasta la resina dominan hasta el hastío. Más que beber un vino, parece que se mastica una tabla. “El tiempo en la botella lo arreglará”, sostienen los hipócritas. Si la madera ha invadido no se va a retirar. Puede evolucionar, casi siempre a peor, pero ese mal no se va a curar.
El pecado más frecuente de los tintos con crianza es,
precisamente, los excesos durante la
permanencia del vino en barrica
Y, paradójicamente, ese fenómeno es más evidente en los tintos jóvenes pasados por barrica. Son los que se designan como tinto barrica, con un plazo de envejecimiento insuficiente para alcanzar la categoría de crianza. Un segmento comercial cada vez más nutrido que nació en la Ribera del Duero.
En tiempos de escasez y precios altos de la uva, el vino joven ribereño se tenía que vender considerablemente más caro que sus competidores de otras zonas, incluida Rioja. Los bodegueros buscaron ilustrarlo con sensaciones de crianza para justificar ese valor añadido. Destinaron a tal uso vinos que no consideraban aptos para una estancia dilatada en las barricas. Y los usaron para envinar las barricas nuevas y restar a los envases las fracciones más agresivas de su carácter.
La ecuación se reveló enseguida: vino poco potente más madera agresiva igual a tablón. Y el caso es que, gracias al anhelo de madera de un buen segmento del consumidor, el perfil de vino de ebanistería tuvo buena acogida. Era un mercado que ya estaba entrenado para ello con los riojas crianza más ramplones.
Vino poco potente más madera
agresiva igual a tablón
El éxito de los vinos madereros dio lugar a otro truquito, en este caso importado de los muy liberales nuevos mundos vinícolas, el uso de chips. Son fragmentos de roble (trozos de madera o virutas) que, metidos en un saco, se sumergen en el vino. Es como un efecto tisana, con el que comunican al vino olores de roble. Crianza al cuarto de hora, como las sopas de la infancia de muchos, con los que se ahorran el enojoso trámite de comprar barricas y mantener el vino en ellas.
El problema, además de que esa madera jamás forma unidad con vinos que no son la alegría de la huerta, es que con frecuencia olvidan que el corte de la madera produce polvo. Ese polvo pasa al vino y provoca sensaciones secantes y parece atascarse en la salida de la boca, como si quisiera estrangular o al menos atragantar al sufrido consumidor.
Muchos vinos viejos están tan vivos como la momia de Tutankamón,
que tiene buen aspecto para sumar más tres mil años
pero no deja de ser un cadáver
El chip nunca se integra, pero el exceso de barrica tampoco. Da lugar a vinos sin alma y no aporta consistencia real. Con el paso del tiempo, a veces poco tiempo, esos vinos se rompen, aparecen en la boca como huecos, casi vacíos en el centro del paladar. No pierden con ello las puntas secantes ni, claro, los recuerdos de madera, adornados además con los olores de oxidación. El más reconocible de ellos es el recuerdo de piel de cacahuete.
En el mejor de los casos y con la ayuda de una alta acidez, los vinos quedan como embalsamados. Muchos de los gran reserva viejos, que algunos aplauden con pasión, están tan vivos como la momia de Tutankamón, que tiene buen aspecto (sobre todo su máscara de oro) para sumar más tres mil años, pero no deja de ser un cadáver.
No hay que dejarse deslumbrar por la madera, que puede ser de buena calidad e incluso ofrecer gratas sensaciones, pero no es vino. Tampoco los olores azufrados (la escoria de carbón) forman parte del bouquet; son herederos de los tufos de fermentación y pueden guardar en su seno el huevo podrido o el recuerdo de ajos viejos que veíamos en los tintos jóvenes. Un defecto que se podría haber eliminado fácilmente con simple oxigenación del vino en sus primeras fases de crianza.
Tampoco es “propio de ciertas crianzas” o del carácter que se
atribuye a algunos vinos el recuerdo de sudor de caballo
o de cuadra que aparece con cierta frecuencia
Tampoco es “propio de ciertas crianzas” o del carácter que se atribuye a algunos vinos (el Ródano es un criadero) el recuerdo de sudor de caballo o de cuadra (sí, estiércol puro), que aparece con cierta frecuencia. Es una contaminación por brett, abreviatura de brettanomyces, un microorganismo resistente al alcohol. Está presente en pequeñas cantidades en todas las bodegas pero prolifera sobre todo en vinos con alto contenido en azúcares residuales.
Es una contaminación, tan rechazable como cualquier otra. Aunque sea menos evidente que el olor a corcho, que casi nunca se debe directamente al tapón sino a una partícula llamada tricloroanisol (TCA). O menos palpable que la intromisión de cualquier otro elemento, como combustibles, olores de industrias vecinas a las bodegas, fermentaciones incontroladas, productos químicos del campo o de las bodegas y un largo etcétera de emboscadas que puede sufrir el vino.
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