En los últimos tiempos parece que se abre paso con fuerza una corriente de opinión que defiende desmitificar el vino. Sostienen que la forma de acercar la cultura del vino a nuevos ámbitos de consumidores pasa por descargarlo de la liturgia que lo ha acompañado desde hace siglos. Error manifiesto. Uno de los atractivos del consumo de vino, además de ofrecer una gama de sensaciones placenteras muy superior a la de otras bebidas, es precisamente todo ese aditamento adicional que constituye precisamente lo que conocemos como la cultura del vino.
Cabe reconocer que en cierto sentido el vino es bebida de viejos. Muchos jóvenes y, por desgracia, adolescentes y hasta niños, consumen bebidas alcohólicas sin criterio. El placer para ellos no está en la apreciación de las cualidades de la bebida sino en sus efectos. Terreno baldío para la cultura del vino; intentarlo es como predicar en el desierto o dar normas de urbanidad a una masa de forofos en un estadio.
Cuando los proyectos de persona humana se hacen mayores y el cerebro se abre paso, no consumen en la calle sino que reciben a sus amigos en casa y adornan esa pequeña fiesta con rasgos de distinción
Cuando los proyectos de persona humana se hacen mayores y el cerebro se abre paso dentro de sus cabezas, buscan otra cosa. No consumen en la calle sino que pasan a una degustación pausada, reciben a sus amigos en casa y adornan esa pequeña fiesta con rasgos de distinción. Es la prueba de la transformación del consumo de vino, que ha pasado de ser parte indispensable de la alimentación en amplias capas de la población a tomar carta de naturaleza como ornamento, como objeto de placer, vehículo de relaciones humanas y hasta protagonista de muchos buenos momentos.
Es en esas situaciones más relajadas en las que juega su papel el vino y lo que le rodea: la copa, el cuidado de los detalles de servicio, la comida. Los antiguos adolescentes maduran y buscan un entorno más sofisticado que el botellón callejero y la copa inmoderada. En esos momentos es importante adquirir las pautas del consumo de vino para aprovechar al máximo el placer que proporciona. Para ello, hay que ponerlo en el momento idóneo y en las mejores condiciones, porque de nada sirve la mejor ópera de Mozart reproducida en un cacharro de mala calidad o en un picnic campestre.
El buen vino no se bebe, se degusta, se consume a tragos cortos, en ambiente grato, en una copa adecuada y a la temperatura más indicada, mejor si es en compañía agradable y con alimentos de calidad
El buen vino no se bebe, se degusta, se consume de forma pausada, a tragos cortos, en ambiente grato, en una copa adecuada y a la temperatura más indicada, mejor si es en compañía humana (o animal, pero que no ladre ni pida que le cambien el pañal) agradable y con alimentos de buena calidad (porque el vino se come, va mejor acompañado de algo sólido). Del modo similar que Las bodas de Fígaro, que requiere luz tenue, un buen equipo de reproducción, volumen de medio a alto, ausencia de ruidos extraños y de interrupciones, la misma atención con la que se lee a Kafka y mejor si es con una copa de buen vino en la mano. De otra forma, no pasa de ser ruido.
El territorio de la elección, sea del vino a tomar en cada momento sea de los alimentos que lo acompañan, está dentro del gusto personal. Sobre gustos se han escrito toneladas de libros, artículos y hasta algún blog que hace algo más de lo habitual en el ramo, que es cortar y pegar textos ajenos. Incluso hay algunos aspectos objetivos, como que no es recomendable tomar vinos muy potentes con un plato sutil porque el vino se apodera de todo; o al contrario, un vino delicado con un plato fuerte, situación en la que el que gana es el tabernero porque se bebe mucho más vino.
Uno de los factores más o menos sencillo de encauzar
que podría disminuir de forma seria ese placer es la temperatura,
tanto la del vino como la temperatura ambiente
En ese terreno lo único que va a misa es el gusto del consumidor. Él es el protagonista, quien sabe qué le apetece y con qué. Y sabe que ese deseo es cambiante y depende del ambiente, de la compañía, del estado de ánimo, a veces de la hora del día y de cualquier otra circunstancia imaginable.
Uno de los factores más o menos sencillo de encauzar que podría disminuir de forma seria ese placer es la temperatura, tanto la del vino como la temperatura ambiente, que podría afectar a la del líquido, y la del comestible que acompañe a la degustación. Los otros, el ambiente y la compañía, con demasiada frecuencia no es posible elegirlos; de la copa se tratará en el siguiente capítulo.
La temperatura ambiente influye lógicamente en la del vino y obliga a tomar medidas para mantener al preciado líquido en sus mejores condiciones. Además, en un ambiente cálido seguramente apetecerán más los vinos refrescantes o una temperatura inferior en el vino; eso no está tan claro en ambientes fríos, pero también vale.
Ha quedado obsoleta la norma de los 18ºC para vinos tintos
Y no hablemos de la temperatura ambiente,
concepto cavernícola donde los haya.
Lo fundamental es la temperatura del vino. En esto, como en el maridaje, hay teorías y gustos, pero también datos objetivos. En los vinos actuales, que tienen graduaciones alcohólicas considerables, una temperatura alta impulsa la evaporación del elemento más volátil, que es el alcohol; para llegar a los aromas del vino puede ocurrir que primero haya que superar una barrera de alcohol.
Así ha quedado obsoleta la norma de los 18ºC para vinos tintos. Y no hablemos de la temperatura ambiente, concepto cavernícola donde los haya. Se disfruta mejor del tinto con crianza en torno a 16ºC, 14 si es un tinto joven. Por abajo, pasa algo similar: en el vino muy frío se dificulta la expresión aromática y pasan otras cosas que restan placer al consumo, como una percepción más violenta de la acidez, de la astringencia de los taninos y de la sequedad de la madera.
En todo caso, también en esto, lo que vale es el gusto personal. Y se puede establecer empíricamente de forma sencilla: tómese cualquier vino y guárdese en el frigorífico, que suele estar a 5ºC; sírvase en la copa y cátese a esa temperatura. Después, un poco de paciencia y un termómetro. En pocos minutos, cuando llegue a 7-8ºC, se cata de nuevo y se repite la operación en tramos de dos o tres grados hasta que se desee. La temperatura en la que el consumidor disfrute más del vino, y no otra, es la temperatura perfecta.
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