Hay tres formas de consumir vino: el simple trasiego, la degustación y la cata. Tres diferentes maneras de acercarse al vino marcadas por tres objetivos diferentes. En la primera, que evoca la imagen tópica del borrachín de toda la vida (ahora el borrachín de vino es una auténtica rareza: los destilados, combinados, pastillas y similares son más eficaces), no importa la calidad del vino, sino la cantidad que se ingiera porque el objetivo es la euforia, el derribo de barreras de comportamiento o el olvido. En la degustacíon hay un ejercicio de análisis y, en consecuencia, una importante carga hedonista. Se buscan las cualidades de un vino de calidad y se disfruta con ellas, casi siempre en compañía de productos alimenticios de calidad equiparable, con lo que los efectos secundarios de la ingesta de la bebida alcohólica se moderan bastante.
La tercera categoría, la cata, implica esfuerzo, preparación y entrenamiento. Los que nos dedicamos a esto recibimos con frecuencia bromas más o menos ocurrentes sobre ese trabajo. Mi antídoto es invitar al bromista a un par de sesiones de cata: salvo raras excepciones, cuando se dan cuenta de que realmente es un trabajo que requiere esfuerzo y, por tanto, provoca fatiga, se rinden. Muy pocos pasan de la segunda o tercera sesión de cata, aunque consista en catar no más de ocho o diez vinos. Algunos se enrocan y siguen con la broma (sostenella y no enmendalla) pero la mayoría acaba por reconocernos algún mérito. Hay que admitir que no es lo mismo que bajar a la mina, pero algunas catas son verdaderamente inolvidables, tanto si reúnen a muchos vinos malos como si se catan vinos complejos y de alta calidad o la monotonía de muchos vinos de características similares.
La cata es un instrumento indispensable en el mundo del vino. A pesar de que las ciencias avanzan que es una barbaridad, aún no hay nariz electrónica ni método de análisis que sustituya al catador. La cata tiene un papel fundamental en la elaboración y diseño de los vinos (aunque al catar algunos vinos lo dudemos), en las clasificaciones de los consejos reguladores de las denominaciones de origen (al menos en teoría), en la elaboración de la lista de vinos de un restaurante o de la oferta de una tienda de vinos (también en teoría) y hasta en la decisión de compra del consumidor final.
En este último estadio de la cadena interviene de forma cada vez más importante la prescripción, la recomendación de los especialistas, sean los críticos, los sumilleres o los vendedores. En ese punto es donde se suelen quebrar las buenas relaciones entre la producción y la comercialización y donde la cata se sitúa en el ojo del huracán. La cata de vinos no es otra cosa que un intento de hacer objetivo algo que está cargado de subjetividad. Es evidente que puede haber cambios de apreciación entre un prescriptor y otro en función de los gustos personales. Tampoco se discute que en ocasiones puede haber variación en función del estado del catador (el organismo humano es una máquina algo menos estable que un robot) o incluso se pueden percibir diferencias entre dos botellas del mismo vino.
Sin duda, la cata de vinos tiene puntos flacos. No obstante, basta comparar la mayor parte de las calificaciones que obtienen los vinos en las diferentes publicaciones para reconocer que hay muchas menos diferencias entre los críticos vinícolas que, por ejemplo, entre los críticos de cine. Salvo las lógicas excepciones, las valoraciones son sorprendentemente coincidentes y ello hace que las polémicas sobre los diferentes tipos de cata, siempre latentes y que periódicamente se revitalizan, puedan parecer estériles.
En la actualidad hay dos grandes tendencias en este campo. Parece que pierde terreno la cata ciega, en la que el catador no sabe nada sobre el vino que cata; los más integristas de esta corriente defienden incluso el catavinos negro, para que el catador no sea influido ni siquiera por el aspecto del vino. En los últimos tiempos se va reivindicando cada vez mayor información sobre el vino que se cata, no sólo tipo y zona, sino variedades y otros datos imprescindibles para valorar un concepto como el de tipicidad (adecuación del vino a los caracteres habituales de un tipo de vino, de una zona o de un tipo de uva) que cada vez aparece más en las fichas de cata. Algunos incluso abogan porque en la valoración final de un vino intervenga también la trayectoria de ese mismo vino en otras cosechas, de la bodega o del enólogo.
Sin llegar a este último extremo, soy más partidario de la segunda corriente. Desde hace casi diez años suelo catar en solitario y tratar de ocultar los datos del vino que cato es intentar engañarme a mí mismo. La cata ciega es también muy respetable y hasta recomendable de vez en cuando para bajar los humos del catador, como cura de humildad que dicen sus defensores, pero da la impresión de que se trate más de juzgar al catador que a los vinos.
Lo que es necesario es la cata sensata. Y, a ser posible, libre de influencias por afinidad o enemistad del catador con una bodega o por las perniciosas influencias de las bodegas en los medios vía publicidad. Unas influencias, por cierto, que han acabado recientemente de forma fulminante con la sección de nuestro compañero Pepe Iglesias en el diario El Comercio, de Gijón, únicamente porque publicó que un vino le parecía demasiado caro. Y no es, ni mucho menos, el único caso de injerencia de la publicidad en la información o en la crítica, lo puedo asegurar con conocimiento de causa.
El catador profesional influye en la decisión de compra del consumidor de una forma cada vez más evidente. Por eso, debe dedicar un esfuerzo adicional a salvaguardar su objetividad y su independencia. Y también la calidad de su trabajo. Ese concepto de cata sensata debe incluir también las condiciones en las que se catan los vinos. Hay que reivindicar un respeto al vino que se valora y no parece que los maratones de cata sean lo más recomendable para afinar en la crítica. En los últimos tiempos estamos asistiendo a una especie de competición a ver quien cata más al cabo del año. Un conocido crítico norteamericano afirma que cata 10.000 vinos al año, lo que supone una media de más de 27 vinos diarios, incluidos festivos y fiestas de guardar, días de vacaciones y eventuales convalecencias de gripe. En la misma línea, hace algún tiempo pude oír a una conocida catadora española que cataba ochenta vinos entre las seis y las diez de la mañana, lo que significa un vino cada tres minutos. Reconozco que soy incapaz de acercarme siquiera a tales marcas; soy muy limitado y en tres minutos apenas tengo tiempo de anotar los datos del vino, abrir la botella y servir el vino. Y, aunque pudiera pagar a alguien que realizara esas labores por mí y tomara la cata al dictado, me parece muy poco tiempo para la mayor parte de los vinos. Las consecuencias de una cata y una valoración pueden ser importantes como para andar con frivolidades y records mundiales de cata.
Fecha publicación:Abril de 2002
Medio: El Trasnocho del Proensa
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