Fecha publicación:Julio de 2002
Medio: El Trasnocho del Proensa
Hasta ahora la expresión ha significado sólo esa especie de aperitivo que se servía en determinados actos y que se anunciaba con la fórmula “a continuación se servirá un vino español”. Realmente, ignoro lo que significa exactamente eso de vino español pero la experiencia dicta que lo más apetecible (y a veces los más español) del “vino español” solía ser, todo lo más, la tortilla. Sobre el vino mejor no hablar: ante la calidad casi siempre deleznable (algún fino jerezano solía salvar el invento) y el servicio a temperaturas cercanas al punto de cocción, los asistentes se lanzaban con frenesí sobre la cerveza, sobre los zumos de bote o directamente sobre los destilados y combinados.
Por lo demás, aquí no se ha hecho nunca imagen colectiva de marca del vino español. No se aprovechó el tirón un tanto caduco por desgracia del vino de Jerez, ni la pujanza comercial del rioja o del cava (afortunadamente, porque los riojas y los cavas más competitivos e internacionales eran los del vino español ese de más arriba), ni la siguiente de los vinos del Priorato. Tampoco se aprovechó de la buena imagen de los Almodóvar y compañía y aquello de la “movida” de los ochenta, que se ahogó en los años noventa tal vez empachada de malos vinos; del diseño español que triunfó por doquier ni del jamón de pata negra, que también gana adeptos. Ni siquiera se aprovechó del Real Madrid y del Barça, con sus copas de Europa en color.
Aquí, en esto del vino, como en tantas otras cosas, se han dispersado las fuerzas y se ha trabajado con sorprendente miopía. Todo el mundo miraba con envidia hacia Francia y “lo bien que venden sus cosas, ya se sabe lo listos que son los franceses”. O eran, que el controlador general del Ministerio de Agricultura francés, Jacques Berthomeu, ha elaborado un duro informe en el que se pone a caer de un burro el sistema francés. Eso no es obstáculo para que, agarrados a las extraordinarias locomotoras vinícolas (las grandes marcas de Burdeos, Champagne, Borgoña, Ródano…), los vinos franceses hayan gozado de una imagen genérica envidiable.
Con esa imagen han sido imbatibles durante muchos años en todos los mercados mundiales. Sólo cuando otros países han despertado y han aportado vinos de primer nivel a la lista mundial de los mejores, las mediocridades francesas, que las hay y muchas, como en todas partes, han quedado al descubierto. O empiezan a quedar, que la fuerza del nombre de Francia es tan impresionante a escala mundial como el peso que tiene el de Rioja a nivel doméstico. Aunque ambos sean gigantes de base discutible.
En España cada uno ha tirado hacia un lado, no se han unido esfuerzos y la fuerza más poderosa resulta ser centrífuga. No se trata de apelar a frases trasnochadas, ni a la unidad de España, ni a un nacionalismo caduco. Pero es que lo contrario, los nacionalismos de boina que se llevan por aquí en tiempos de globalización, parece de una memez casi suicida. Y otro tanto se puede decir de la aparente desidia de la Administración central, que no interviene por no molestar o tal vez quedó sin competencias ni siquiera de promoción (¿para qué quedó, apretada como piojo entre dos uñas entre el poder de la UE y el de las autonomías?).
Se trata de unificar esfuerzos para aprovechar los vientos favorables, si es que no han pasado ya. Puede servir de ejemplo la asociación Grandes Pagos de Castilla, una lúcida iniciativa puesta en marcha por una serie de bodegas de finca de ambas Castillas, algunas de ellas todavía sin tener vino siquiera en la calle. Entre ellas se encuentran Marqués de Griñón (un Grande de España que no tiene más remedio que reivindicar el nombre de España para hacer honor a sus ancestros), Dehesa del Carrizal, Manuel Manzaneque y Calzadilla, todas ellas de Castilla-La Mancha, junto con la ribereña Bodegas Aalto y algunas otras que son proyectos, como los del financiero Alfonso Cortina o el periodista Víctor de la Serna, con muchos años de crónicas vinícolas a sus espaldas (un valiente: ya puede hacer un vino grande para salvarse de las críticas de los enólogos, tantas veces y tan duramente criticados por él, y también alabados con pasión cuando corresponde).
Esa asociación fue animada y mimada por la Junta de Castilla-La Mancha, la primera en iniciar los trámites para una norma específica para los vinos de finca o de pago, en una muestra más de que hay alguien sagaz en esa administración autonómica, que también se movió rápido en el terreno de los vinos de mesa y se quedó con el nombre de Castilla por llegar primero. Grandes Pagos de Castilla podría ser el germen de algo más ambicioso, Grandes Pagos de España, una asociación que se está gestando y que podría contar con nuevos socios de relieve, como Álvaro Palacios o Miguel Ángel de Gregorio y su Finca Allende. Tal vez esa iniciativa sea un primer paso para dar a conocer una imagen colectiva del vino español sin que sea necesario el refuerzo de la tortilla de patata.
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