Es tiempo de lujos y de cierto despilfarro, de alegrías en el gasto y en el consumo. Es tiempo de esa terapia que al parecer supone hacer algunas compras no estrictamente necesarias. Y está bien ese escapismo en tiempos en los que acechan no pocas incertidumbres. Es tiempo de aplicar aquello de “que me quiten lo balilao”, pero es bueno recomendar mesura. Bien está hacer un exceso ocasional, pero si es desmesurado o se convierte en costumbre, resulta peligroso. Y eso vale tanto para la ingesta de bebidas o de comidas, como para la terapia del gasto.
Es en ese momento del exceso ocasional o del gasto extraordinario hay que estar alerta porque el maligno amenaza agazapado en cualquier esquina. El maligno sabe que en estas fechas se relajan algunas guardias y ha puesto todo lo necesario para acentuar ese relajo: vistosos escaparates llenos de tentaciones, luces abundantes iluminando las calles, fastos mayores o menores en el trabajo, en el instituto, en la facultad y en la taberna de la esquina, incitantes imágenes en la televisión y en la prensa, que dedica espacios extraordinarios a regalos y viandas de lujo (bien cargados de publicidad, concebidos para cazarla: los medios especializados boquean como pez fuera del agua mientras la publicidad apoya a periódicos deportivos o revistas del corazón que hacen un especial sobre vinos en la temporada alta de la publicidad). Y el soniquete de la lotería, que parece que suena desde el mes de noviembre; este año incluso se anunció en agosto: el primer anuncio de la Navidad en plena canícula, todo un récord.
Todo incita a gastar y a consumir. Es la temporada alta de casi todo, de la venta de vinos y de la venta de loterías, de las comidas multitudinarias y de esa melancólica felicidad a fecha fija. Sin embargo, al abrigo de aquello de “un día es un día” el maligno acecha. Todo está listo para la emboscada y, si no se está atento, las consecuencias pueden ser dolorosas, tanto en el largo plazo como en el corto. No se olvide: la cuesta de febrero es peor que la de enero porque a primeros de febrero llega el cargo de esa tarjeta de crédito que ahora ponemos al rojo vivo con tanta alegría.
En el plazo inmediato el alegre consumidor se enfrenta a no pocas trampas. Las primeras proceden de sí mismo: el “síndrome del rey mago”, que lleva a comprar regalos para todo el mundo; o el “síndrome Chivas”, aplicado a la compra de esa marca de whisky, que no era muy buena pero hacía furor hace unos años por su alto precio; se pretendía “quedar bien” en un regalo, precisamente por ese precio alto y no por la calidad. Como se puede comprobar, el marketing vía precio alto no es de ahora, ni exclusivo de los llamados “vinos de alta expresión”.
Una variante más atractiva de ese “síndrome Chivas” es comprar una serie de marcas y productos caros para hacer un alarde en una fecha señalada. Eso está bien salvo si la acumulación de golosinas empacha o hace que se pierda la perspectiva, impidiendo valorar un vino o un alimento en su justa medida por la acumulación de sensaciones sofisticadas. Además, con frecuencia el alarde es perfectamente inútil y se vuelve contra el anfitrión generoso: siempre habrá entre los invitados algún cateto o gracioso que se prepare un calimocho con el vino más caro.
El entorno menos cercano suele ser el territorio de las trampas más peligrosas. La temporada de fin de año suele ser la elegida por muchas bodegas para lanzar sus nuevas cosechas o sus nuevos vinos; se ofrece así al aficionado un estímulo adicional, la posibilidad de catar la novedad. En consecuencia, también es la época en la que se ha de liquidar el resto de la cosecha anterior, lo que tampoco es malo porque puede proporcionar algunas ventajas en precios. Hay que pensar que esas ventajas no se ofrecen nunca en plena temporada (¡hasta ahí podíamos llegar!), sino más bien antes, para hacer sitio, o después, en una especie de rebajas de enero.
Sin embargo, en esa plena temporada no es difícil encontrar algunas ofertas. Hay que desconfiar, porque ahí está la trampa. La temporada alta se aprovecha también para barrer los rincones y dar salida a esas cajas de vino que quedaron en el almacén desde el año anterior o de varios años. Eso vale tanto para los comercios como para los distribuidores y algunas de las propias bodegas, que en ocasiones sacan por la vía del saldo incluso partidas enteras que viajaron a algún país extranjero y han tenido viaje de ida y vuelta y meses de almacén.
El vino es el único alimento que no incluye en sus etiquetas indicación alguna sobre fecha de consumo recomendado. Es cierto que un vino pasado de fecha no es peligroso para la salud; simplemente, ha perdido sus cualidades. Pero no es menos cierto que el consumidor queda indefenso ante la llegada de partidas de saldo. Es justo que el sufrido ciudadano abrigue dudas sobre ciertas prácticas comerciales, sobre todo cuando las bodegas están obligadas a identificar cada partida de sus vinos. Lo hacen con el número de lote, una clave las más de las veces indescifrable para el consumidor.
Con el mismo esfuerzo darían un dato útil para sus clientes, aunque haría necesario ajustar las partidas que salen al mercado para que no se produzcan desfases de fecha e incluso retirar algunas botellas que superen el periodo de consumo más favorable. La cosecha es una buena pista, pero hay algunos vinos que no la llevan: la mayor parte de los espumosos, los generosos, muchos vinos jóvenes. Incluso en los que indican cosecha puede haber confusión: algunos vinos jóvenes mejoran con el tiempo mientras que otros viven apenas unos meses.
Poco a poco va creciendo el número de bodegas que incluyen esas indicaciones en sus etiquetas. Son las que han abierto los ojos y se han dado cuenta de que dejar a su suerte partidas de vino en el mercado sin controlar su estado de conservación es una actitud suicida. Han de pensar que una botella en mal estado no desacredita al establecimiento que la ha vendido, sino a la marca. Sobre todo en fechas más señaladas, en las que una decepción se recuerda durante más tiempo.
Fecha publicación:Diciembre de 2003
Medio: El Trasnocho del Proensa
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