La publicación en esta columna el pasado mes de mayo de los secretísimos vinos que participaron en la boda de los Príncipes de Asturias ha provocado algunas reacciones. Hay que destacar la de alguno de los consejos reguladores de las denominaciones de origen cuyos vinos fueron incluidos en el ágape principal, que fueron los vinos que fueron servidos con etiquetas genéricas de las denominaciones de origen respectivas y rodeados del máximo secreto, mientras que los de las cenas de bienvenida y de despedida de los invitados llegaron a las mesas con sus propias etiquetas.
No hay nuevos datos que obliguen a rectificar o matizar ninguna de las informaciones publicadas en la anterior entrega del artículo. Tampoco ha habido institución alguna que haya solicitado tal rectificación, aunque ha sido ofrecida esa posibilidad, que, naturalmente, siempre está abierta incluso sin necesidad de invocar el derecho de réplica que a todos asiste. Sin embargo, como el sistema de selección de los vinos puede dejar lugar a algunas dudas, es justo comentarlo y que sea el lector el que juzgue.
Para seleccionar los vinos anónimos del ágape, los consejos reguladores interesados, que fueron encargados del asunto directamente por la Casa Real, organizaron una cata-concurso a la que estaban convocadas todas las bodegas de su zona que produjeran un vino acorde con las características que el acontecimiento requería y que estaban previamente establecidas, incluido el número de botellas necesario y el precio que se iba a pagar por botella.
Una vez realizada la cata, cada bodega etiquetó los vinos con la etiqueta anónima y, cuado fue posible, con tapones anónimos y botellas no necesariamente iguales a las habituales de la bodega, y se enviaron al consejo regulador correspondiente, que fue el encargado de remitirlo a su destino. En algún caso, como el de la D.O. Rías Baixas, incluso el propio consejo Regulador adquirió los vinos a todas las bodegas finalistas, de manera que ni siquiera las propias bodegas saben con certeza si fue su vino el elegido.
Para mayor abundamiento, las bodegas participantes firmaron una carta de confidencialidad en la que textualmente, cada bodega “manifiesta y acuerda que es conocedor de que la Casa de S.M. El Rey exige que cualquiera que sea el vino seleccionado, y por tanto enviado en representación de la Denominación de Origen [aquí se incluye el nombre de la zona] para la boda de S.A.R. el Príncipe de Asturias y doña Leticia Ortiz Rocasolano, no debe ser difundida su marca y procedencia en ningún medio de comunicación ni publicidad que permita identificarlo. Y por tanto se compromete a no difundir su participación en la selección arriba señalada, así como el resultado que su bodega y sus vinos obtuvieran en la misma, en ningún medio de comunicación y por ningún medio de publicidad directa o indirecta”.
Después de manifestar, para interés de quien pueda interesar y sin que nadie haya pedido tal manifestación, que en ningún momento la información publicada en esta sección de El Trasnocho procede de las bodegas o de los consejos reguladores interesados (como es obvio, hay otras fuentes de información, incluida la cata comparativa de los vinos o lo que los viejos informes policiales denominaban “signos externos”), cabe reflexionar sobre tan estrictos sistemas de seguridad diseñados para garantizar el anonimato.
Todavía en algunas etiquetas de algunos productos tradicionales se mantienen menciones muy antiguas, como la de “proveedores de la Real Casa” o similares. Menciones que dispensaba la regia institución en otros tiempos, dicen las viperinas que a cambio de producto o directamente de emolumentos. Es algo que, por otra parte, parece ser habitual en otras monarquías europeas pero que fue desterrado por la Casa Real española tras recuperar el trono en 1975. Hasta aquí nada que decir en cuanto a la práctica reciente y tampoco, por pasada, en cuanto a la de antaño.
Lo que sorprende grandemente en el caso de la más reciente de las bodas reales, es el extraordinario rigor que se ha desplegado para guardar el secreto de los vinos que han participado en el acontecimiento, al menos en el caso de los que participaron en la comida central del asunto.
Una actitud poco comprensible si se compara con la publicidad amplia y nada disimulada que se dio a otras facetas de la fiesta. Se sabe qué restaurante fue responsable del catering, qué cocineros fueron los artífices del menú, la identidad de los diseñadores de trajes, vestidos y joyas y hasta el genio que perpetró la ornamentación de las calles de Madrid a un precio verdaderamente sorprendente (sabemos también que, poco después, compró, a tocateja, sin regatear el precio y por más de cien millones de las viejas pesetas, un piso en la zona del Palacio de las Cortes). Se hizo alarde y generosa propaganda de la confesión religiosa que ofició el acto mismo de la boda y alguno posterior; no se ocultaron las marcas de los coches que desfilaron por la plaza de Oriente y casi hasta sabemos el nombre de la borrasca que regó generosamente aquel barrio de Madrid en el momento clave.
Y, sin embargo, se hicieron todos los esfuerzos posibles por mantener el anonimato de los vinos. Alguien debería explicar las razones de tal discriminación, sobre todo cuando tenemos la suerte de contar con un monarca, don Juan Carlos, del que se sabe que es un gran conocedor de los vinos de calidad. Tal vez algún funcionario ha pecado de exceso de celo.
O tal vez se intente evitar un conflicto de algún sediento miembro de casas reales contra alguna de las marcas, a juzgar por los casos chuscos que se dieron, con un invitado que libó con fruición la noche previa el magnífico Chivite Colección 125 Aniversario y acuñó la figura “hacer un Hannover” (consiste en saltarse la ceremonia y acudir a la comida) o el aspirante a la corona de Italia que dio buena cuenta del no menos magnífico Aurus en la cena postrera y dirimió a mamporros alguna diferencia con el otro aspirante al mismo trono de esa república. Todo, de principio a fin, muy poco edificante.
Fecha publicación:Septiembre de 2004
Medio: El Trasnocho del Proensa
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