Entre el 12 y el 14 de noviembre ha tenido lugar en Potes (Cantabria) la Fiesta del Orujo de Potes, con la que prácticamente se cierra el ciclo anual de festejos populares en torno al vino y sus productos derivados. Como suele ser norma en este tipo de acontecimientos, la Fiesta del Orujo de Potes tiene dos vertientes, una técnica y otra popular, que merecen algún comentario extensible a las numerosas fiestas populares del vino o con el vino (fiestas en torno a productos gastronómicos, de la vendimia, de diferentes licores o la inmensa mayor parte de las fiestas patronales) que tienen lugar en toda España.
Este tipo de celebraciones suelen estar aderezadas con jornadas técnicas, más o menos rigurosas y más o menos técnicas, que buscan un doble objetivo: por un lado, dar a conocer el producto a los llamados prescriptores (sobre todo periodistas, pero también comerciantes y sumilleres); por otro, traer la opinión y los conocimientos de gentes de fuera para impulsar la calidad o proporcionar nuevas perspectivas al producto protagonista del festejo.
Salvo excepciones, esas jornadas técnicas suelen tener magra respuesta por parte de los productores. Los esfuerzos de organizadores y conferenciantes suelen concitar escasa asistencia de unos destinatarios que tienden a pensar que son los mejores del mundo y con frecuencia se sienten heridos en su amor propio (o, peor, en su sentimiento nacionalista o localista) ante la menor crítica, por constructiva o informativa que sea.
En el aso de los orujos de Potes, la tradición destiladora y sus peculiaridades (el uso de alquitara en lugar de alambique, el tratamiento de los orujos y algunas prácticas destiladoras) proporcionan personalidad y un indudable potencial de calidad, demostrado por algunas elaboraciones. Sin embargo, también acarrean algunos defectos, derivados de la concepción del orujo como un subproducto del vino, lo que se traduce en problemas de almacenamiento y transporte que son acusadas en la calidad del producto final. La constatación de estos defectos fue calificada como “una regañina” por el alcalde de Potes.
La experiencia nos dice que esa operación de apertura de puertas al exterior, aunque dolorosa al principio, acaba por calar más pronto que tarde en los elaboradores más listos. Sin embargo, la dificultad es grande porque los productores deben estar pendientes de la auténtica “fiesta”, es decir, de los tenderetes que se montan para que el pueblo (lo más llano posible) disfrute del producto.
Es lo cierto que esas fiestas son todo un acontecimiento social y turístico, que llama a miles de personas en concentraciones tan multitudinarias como las ferias andaluzas, las diferentes fiestas gallegas (del Albariño, del Ribeiro, de la lamprea, de la langosta, del mejillón…), las numerosas fiestas de la vendimia o la propia Fiesta del Orujo de Potes, que, a pesar de que se celebra en el inclemente noviembre, o tal vez por eso mismo dada la naturaleza del producto protagonista, hace que se llenen las numerosas plazas hoteleras de este precioso valle de los Picos de Europa.
Estas fiestas tienen un problema serio: los excesos. Los tenderetes en los que se expide el vino o el aguardiente a precio más bien favorable (lo venden los propios productores y apenas hay costo de transporte o de montaje de feria, casi siempre facilitada por los municipios) suelen ser escenario de todo lo negativo del consumo estúpido de bebidas alcohólicas. Habitualmente, sobre todo a ciertas horas, el entorno de esas ferias se transforma en territorio hostil para los sobrios y poco seguro para los abundantes ebrios.
Y en este caso hay que interpretar el concepto “entorno” en un sentido muy amplio, ya que la estupidez se suele proyectar a las carreteras de la comarca. Las autoridades lo saben y, en lugar de la manga ancha de antaño, se van extremando las precauciones y controles para evitar que las carreteras rurales se conviertan en una trampa mortal para los que se exceden y, lo que es peor, para cualquiera que pase por allí. En el caso del valle de Liébana, durante la Fiesta del Orujo se establecen controles en el entorno de Potes con el loable propósito de proteger al transeúnte, pero con el dudoso procedimiento de filtrar previamente a los visitantes exclusivamente en función de su aspecto o de la pinta del vehículo que conducen.
Al margen de las incomodidades para el turista relajado o para el ciudadano de la localidad en la que se celebra el acontecimiento (palpable en Potes, con actitudes bastante hoscas ante el forastero por parte de algunos de sus habitantes, incluidos profesionales de la hostelería o del comercio, que viven en buena medida de lo que gasta el turista), cabe dudar de la utilidad de estas fiestas para la promoción del producto y es especialmente dudosa en el caso de intentar impulsar una marca concreta.
Aunque sea duro reconocerlo, lo popular suele llevarse mal con lo profesional. Se demuestra en estas “fiestas populares” pero también, lamentablemente y cada vez más, en las ferias y exposiciones concebidas como profesionales. En unas y otras es habitual la imagen lamentable del profesional (de la información, de la hostelería, de la distribución), literalmente empujado por el pueblo llano, deseoso de compartir ese aguardiente, vino o cerveza que intuye o sabe gratuito y, sobre todo, el sólido que lo pueda acompañar, aunque sea un simple colín. El profesional, pisado, empujado y codeado (tal vez quepa inventar la palabra codido), es cada vez más alérgico a las fiestas populares.
Medio: El Trasnocho del Proensa
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