Un simple paseo por nuestros campos, ciudades y pueblos basta para constatar que España ha experimentado un cambio total en los últimos 25 años. Una mirada al estado actual de los vinos españoles y su comparación con el estado de cosas de hace un cuarto de siglo ofrece una dimensión espectacular de ese cambio, tal vez aún más acusado en el vino que en la mayor parte del resto de las facetas del país.
En 1982 España contaba con cerca de un millón y medio de hectáreas de viñedo, en el que estaba prohibido el riego y que producían entre treinta y treinta y cuatro millones de hectolitros de vino al año. Contaba con veinticinco denominaciones de origen y exportaba poco más del diez por ciento de su producción, en su mayor parte a granel. Hace 25 años, España apenas contaba en el mundo del vino de calidad y la imagen que proyectaba era la de un mar de vinos a granel: por esas fechas un grupo británico con intereses en Jerez, Harvey’s, patrocinaba una pequeña guía de vinos en la que toda la zona centro española se marcaba como productora de graneles anónimos, olvidando las denominaciones de origen que funcionaban en ambas mesetas y marcas míticas como Vega-Sicilia o las entonces emergentes Protos o Pesquera.
En la actualidad, se cultiva menos viñedo, poco más de un millón de hectáreas, pero en gran medida transformado de las achaparradas cepas de secano en plantaciones modernas, apoyadas en estructuras y alambre y, en muchos casos, con el refuerzo del riego por goteo; se produce más vino, en torno a cuarenta millones de hectolitros; se exporta un tercio de la producción, la mayor parte vinos embotellados, y el número de zonas calificadas como denominación de origen se ha multiplicado por tres. Y, lo que es más importante, cuenta cada vez más en el mercado de vinos de calidad. Las figuras tradicionales más conocidas en el mercado internacional, las familias jerezanas, la familia Torres o el singular Alejandro Fernández, han sido reemplazadas en su mayor parte (Miguel Torres se mantiene) por creadores de vinos del empaque de Álvaro Palacios, Marcos Eguren, Fernando Chivite, Javier Ausás o Peter Sysseck, entre otros muchos. Son los que dibujan un retrato del vino español profundamente modernizado.
Un síntoma del cambio es la proliferación de publicaciones especializadas. En 1982, cuando Spain Gourmetour vio la luz, la información vinícola se limitaba a la veterana publicación técnica La Semana Vitivinícola, a una revista especializada que nacía por esas fechas, Bouquet, y a la atención que le prestaba la única revista gastronómica, Club de Gourmets. A finales de ese mismo año, esa revista ponía en el mercado la Guía Práctica para Amantes y Profesionales de los Vinos de España, la pionera en su género y uno de los muy escasos títulos sobre el mundo del vino disponibles en las librerías. En lo que se refiere a la comercialización, apenas había un puñado de tiendas especializadas y aún menos sumilleres en los restaurantes.
Testigos del cambio
En la actualidad se publican varias revistas centradas en el vino (Mi Vino, PlanetaVino, Vivir el Vino, Vinum), ha irrumpido Internet con sus web especializadas, las publicaciones gastronómicas prestan una atención muy especial a la información vinícola, la prensa de información general cuenta con secciones específicas, se puede contar una decena de guías y anuarios vinícolas y hay docenas de libros dedicados a los diferentes aspectos de la producción, conservación. Servicio, cata y consumo del vino, al turismo enológico, que está en alza, y a todo lo que rodea al vino. El interés por el vino se traduce en la apertura de numerosas tiendas especializadas, en la creación de espacios específicos en las grandes superficies y en una mayor atención al vino en los restaurantes, donde la figura del sumiller ya no es una rareza pintoresca.
En 25 años esa prensa especializada ha registrado una transformación espectacular en el vino español. Quedan recuerdos del pasado, unos más satisfactorios (los grandes vinos viejos de Andalucía, la conservación del patrimonio varietal en muchas zonas) y otros menos (el ambiente de crisis permanente, el desigual ritmo de puesta al día en las diferentes comarcas productoras), pero hay novedades tan importantes que el resultado final no puede ser calificado más que como altamente positivo. En estos cinco lustros España ha pasado de no contar apenas en el panorama mundial del vino de calidad a ser contemplada como uno de los países vinícolas con mayor proyección de futuro.
España va camino de convertirse en una potencia mundial en el campo del vino de calidad. Compite en unas condiciones muy favorables en cuanto a precios (todavía), en cuanto a la personalidad que ofrecen sus variedades de uva autóctonas y la amplia variedad de terruños en los que se cultivan, en cuanto a equipamiento de sus bodegas y en lo que se refiere al nivel técnico de sus enólogos, en constante progresión. El estado actual de cosas no ha sido un golpe de suerte, ni el descubrimiento de un tesoro oculto. Es el resultado de un costoso proceso que sigue en marcha. Sin duda queda camino por recorrer, sobre todo en el terreno de la consolidación e incremento del prestigio que se va adquiriendo, en el que la buena imagen de los vinos ha de transformarse con el paso del tiempo en el prestigio legendario de las grandes marcas mundiales. Sin embargo, hasta los más escépticos de entre quienes han vivido el proceso, implicados en él o de forma menos cercana, no pueden sino reconocer el enorme camino recorrido.
Los primeros pasos
En los primeros ochenta apenas se había comenzado a dibujar el mapa vinícola español. El frustrado Estatuto del Vino de 1932 y las normas en cuanto a denominaciones de origen de 1946 habían sido sustituidos por el Estatuto de la Viña, el Vino y los Alcoholes de 1971, una de cuyas más importantes consecuencias fue la creación del Instituto Nacional de Denominaciones de Origen (INDO). Ese orgsanismo tuvo un papel decisivo en la trayectoria del vino español en los años ochenta y parte de los noventa hasta que el desarrollo del Estado de las Autonomías hizo que sus competencias fueran transferidas a las diferentes administraciones autonómicas.
La primera labor del INDO fue la necesaria organización del sector: en 1982 se terminaron los catastros vitícolas y se supo de forma más o menos exacta cuánto viñedo había en España, dónde estaba, en qué condiciones se cultivaba, cuáles eran las variedades de uva, el tamaño de las parcelas, la edad del viñedo y otros datos necesarios. Al mismo tiempo, se desarrollaban las denominaciones de origen y se tomaban iniciativas para estimular la calidad de los vinos y el proceso de modernización de todo el sector productivo, incluidas las facetas de comercialización y de distribución.
Era un proceso modernizador que ya se había puesto en marcha. Incluso en los años sesenta, cuando apenas se comenzaba a pensar en salir de la posguerra, ya se daban los primeros pasos en ese sentido. La iniciativa de algunos pioneros mostraba el camino: en 1963 el cántabro nacionalizado estadounidense Jean León ponía en marcha su bodega en el Penedés. En su finca ensayó con algunas de las más prestigiosas variedades de uva mundiales, que ya se habían implantado en el incipiente imperio vinícola de California; descartó varios de los ensayos y finalmente adoptó Cabernet Sauvignon, Cabernet Franc, Merlot y Chardonnay.
Por esa línea seguiría la renovación del viñedo del Penedés y en ese camino moderno se encontraría muy poco después Miguel A. Torres, que, recién terminados sus estudios, pondría manos a la obra en la bodega familiar para convertirla en cabeza de ariete de la modernidad y campo de ensayos de las técnicas más vanguardistas de cultivo, de elaboración y de crianza de los vinos. Al mismo tiempo se convirtió en uno de los personajes emblemáticos de la modernidad y de la innovación, secundado muy poco después por Carlos Falcó, marqués de Griñón, adalid de la adopción de nuevas variedades (autor del primer varietal de Petit Verdot del mundo) y de las técnicas agrícolas del Nuevo Mundo.
Muy poco después, en los primeros años setenta, otro joven enólogo buscaba nuevas alternativas: el riojano Francisco Hurtado de Amézaga desistía en sus intentos de elaborar grandes vinos blancos en la centenaria Marqués de Riscal y en su búsqueda descubría las posibilidades de la uva Verdejo, la variedad blanca de Castilla. Cerca, en Navarra, los hermanos Magaña importaban de contrabando (estaba prohibida también la introducción de cepas extranjeras) plantas de variedades francesas que comenzaron a reproducir en su vivero familiar.
Nuevas variedades de uva
Eran los primeros pasos del doble camino que se tomaría en el proceso de renovación del viñedo español: la adopción de las más prestigiosas variedades de uva internacionales y la reivindicación de las cepas autóctonas, las de toda la vida. Ambos procesos siguen muy vigentes en la actualidad, con las Syrah o Petit Verdot como variedades de moda junto a la puesta en primera línea de las Graciano, Monastrell, Garnacha, Prieto Picudo y otros tipos de uva de toda la vida, capitaneadas por la reina Tempranillo, la uva emblemática del viñedo español. Esos procesos fueron estrechamente ligados a la revolución tecnológica que vivieron las bodegas y que tuvo mucho que ver en el desarrollo futuro de los vinos.
En los años setenta ya se detectaban síntomas de cambio en las zonas punteras. Rioja se había instalado en el liderazgo comercial con toda una hornada de nuevas bodegas, la llamada generación del 70, que habían aprovechado la buena marcha de la economía familiar española para abrir brecha de consumo de vinos de calidad. En esa misma línea estaban los elaboradores de cava, que buscaban fórmulas para mejorar sus productos e intentar competir con el gran espumoso mundial, el champán. La vía era la mejora de los vinos base y para ello adoptaron las técnicas de vanguardia en la elaboración de vinos. Se abría la época dorada del acero inoxidable, de los mecanismos de frío para controlar las temperaturas de fermentación y de todo lo que sirviera para mejorar el vino joven.
En el camino se cayó en el pecado de los vinos tecnológicos, elaborados con levaduras seleccionadas, que laminaban el carácter de las variedades. Sería un periodo transitorio, en plenos años ochenta, marcado por aquello de los vinos jóvenes-frescos-y-afrutados que se recitaba de corrido. Eran vinos adecuados para elaboraciones especiales, como los cavas, cuya segunda elaboración será la encargada de darles el carácter. O como los vinos generosos andaluces, que buscan precisamente vinos de poco carácter, como un lienzo en blanco; los prodigiosos procesos de crianza son los encargados de pintar sobre ese lienzo puro. Las bodegas jerezanas estuvieron también muy despiertas a la hora de adoptar el acero inoxidable y el resto de los implementos de las bodegas modernas.
Muy pronto los elaboradores más despiertos, que habían aprendido a hacer vinos tecnológicamente correctos, buscaron personalidad. En esa búsqueda recurrieron a las variedades de uva internacionales, que llegarían casi con aires invasores, tal vez no como un Atila vinícola, que arrasara con todo lo que había, pero sí como un nuevo Escipión, dispuesto a romanizar la tierra conquistada.
La variedades “mejorantes”
En esa apertura hacia las variedades foráneas intervinieron varios factores. Por un lado, la uniformidad de los vinos elaborados con las nuevas tecnologías; por otro, la falta de confianza en las variedades de uva autóctonas. Además, estaba el tirón comercial de los varietales exóticos y su aire cosmopolita. En el caso de las uvas blancas, tradicionalmente obtenidas mediante una agricultura que puede ser calificada de industrial, que tenía en cuenta los kilos y el grado por encima de otras consideraciones, y destinadas a la destilación, el panorama era poco halagüeño: variedades productivas y con poco relieve, sobre todo en lo que toca a aromas. En el caso de las uvas tintas, uvas como Garnacha, Cariñena, Monastrell y otras muchas, eran consideradas poco aptas para vinos de larga crianza.
En ambos casos el tiempo demostraría el error. No es que las variedades fueran inservibles, sino que no se sabía trabajar con ellas. Mientras se descubrían sus cualidades, se abrió la puerta a las que se denominaron variedades mejorantes, uvas de reconocida calidad que, combinadas con las locales, estarían llamadas a mejorar los vinos. Dicho y hecho: en los años ochenta se afrontó la renovación de un gran número de viñedos, a veces con tanta pasión que se llegaban a desplazar del todo las autóctonas. En Murchante (Navarra), la firma Bodegas Príncipe de Viana, sustentada en los viñedos de la cooperativa, tenía que comprar Garnacha en otros pueblos porque la cooperativa tenía suficiente producción de esa uva para producir los rosados de la bodega.
Eran los ochenta, los tiempos de la invasión de Cabernet Sauvignon, Merlot y Chardonnay en todas partes. ¿Todas? No. Rioja resistía al invasor, como la aldea irreductible de Astérix y Obélix, y sólo muy recientemente, este mismo año, se ha abierto la puerta a uvas diferentes a las siete de siempre. Por el momento se han autorizado nuevas variedades blancas (entre ellas Chardonnay y Sauvignon Blanc, pero también Verdejo; todo un síntoma) pero se ha reabierto el debate sobre las tintas, que nunca se cerró del todo. Era un debate un tanto sorprendente visto desde fuera: variedades como Cabernet Sauvignon se cultivan en Rioja desde que hace un siglo y medio fueron traídas por los primeros artífices del rioja moderno, entre ellos el marqués de Riscal, y han intervenido ininterrumpidamente en sus vinos. La solución fue un tanto hipócrita: se podía utilizar pero no se podía decir; se adoptó el eufemismo de “otras variedades”.
La fórmula sustitutiva no se utilizó en otras zonas. En muchas denominaciones de origen se siguió el modelo internacional y se utilizaron las variedades foráneas como reclamo comercial. En el paso de los ochenta a los noventa parecía que se impondría el pensamiento único también en lo vinícola. Proliferaron los varietales de uvas forasteras y su intervención desdibujaba los perfiles de muchos vinos clásicos. Sin embargo, se vio pronto que tampoco eso funcionaba.
En contraposición a los vinos de color evolucionado y poco intenso que dominaban el panorama español y siguiendo la moda internacional, se buscó el color a toda costa. Las elaboraciones perseguían colores vivos e intensos, pero con el color extraían otras cosas. Fue la época de los vinos-piedra, de intenso color, mucho cuerpo y sustentados en taninos verdes. Había muchos vinos de marcado carácter vegetal, muchas veces debido a la maduración incompleta de las uvas. Se temía al grado alcohólico y se vendimiaba demasiado pronto, sin esperar a la maduración fenólica, un concepto que apenas empezaba a abrirse camino.
Desde luego, no era ese desolador panorama el dominante en las distintas zonas españolas. En los ochenta y, sobre todo, en los noventa, se imponía un estilo de vino que se daba de forma natural en algunas zonas. Fue la oportunidad de la Ribera del Duero, que había sido calificada como denominación de origen en 1982 y emergía con mucha fuerza, primero en terrenos internacionales, luego en el mercado español. Hasta tal punto triunfó que hizo reaccionar al gigante riojano, que estaba plácidamente instalado en las cifras de sus vinos de gran tirada.
Y entonces llegó el Priorato
La reacción a los excesos de los vinos-piedra llegó por la reivindicación de los vinos mediterráneos, en la entrada de conceptos como la madurez fenólica, con la que se combatían las durezas de los vinos-piedra, y en el fin de los prejuicios en cuanto a graduación alcohólica. Hacia 1989 un grupo de pioneros reunido en torno a René Barbier comenzó a elaborar unos nuevos vinos tintos en la DO Priorato, una agreste zona del interior de Cataluña de la que en los años sesenta expertos de la FAO habían dictaminado que reunía las condiciones para producir nada menos que los mejores vinos del mundo. Nadie les creyó hasta que en los primeros noventa comenzaron a comercializar sus vinos.
Esos nuevos prioratos, los Finca Dofí, Mogador, L’Obac, Erasmus y Martinet, abrían un nuevo capítulo en la trayectoria del vino español preñado de conceptos nuevos: un tratamiento diferente de los cultivos, la reivindicación de las variedades autóctonas (las denostadas Garnacha y Cariñena), aunque todavía con la tutela y refuerzo de las foráneas, unas elaboraciones singulares, la pérdida de complejos en aspectos como el cuerpo y el grado alcohólico y, lo más llamativo, unos precios desconocidos hasta la fecha en el vino español. Traían, además, un cambio de mucho más calado aunque menos llamativo: la atención al terruño.
En los años noventa, sobre todo a partir de la segunda mitad, se produce un cambio fundamental, que tiene que ver con la filosofía de trabajo de las bodegas y afecta profundamente a la estructura productiva y al mismo perfil de los vinos. En esos años se cambia el enfoque y los enólogos empiezan a tener en cuenta el campo. Saben que un porcentaje muy alto de la calidad de los vinos se consigue en el viñedo y comienzan a actuar en la viña dibujando ya desde ese precoz momento el perfil del producto final.
Eso es difícil de llevar a cabo en viñedo ajeno, de manera que las bodegas punteras cambian su estrategia y comienzan a acumular viñas. Si en los años setenta se desprendían del viñedo propio y esperaban a pie de bodega a que el viticultor trajera su fruto, en los noventa los enólogos salen del calor de las bodegas y se llenan los pies de barro. Los jóvenes técnicos que surgen de las escuelas y realizan viajes de preparación por todo el mundo, viven una gran parte de su tiempo en la viña, diseñan los cultivos, las podas y dirigen las producciones. Buscan la maduración, la concentración, la personalidad y la expresión del terruño.
Con esas bases y con la maestría de sus elaboradores, espoleados por la cotización de los prioratos y el empuje de los riberas, a partir de la primera mitad de los noventa surgieron los tintos de Rioja de nuevo estilo. Vinos apoyados en la fruta, con color, con cuerpo y vigor, limitados los característicos rasgos de crianza y con un estilo más moderno que muy pronto empiezan también a triunfar en los mercados internacionales al mismo tiempo que recuperan posiciones en los puestos más altos de la valoración de la prensa especializada, que habían sido ocupados por zonas emergentes, como las estrellas del Priorato y la Ribera, los nuevos vinos del Somontano y otros vinos de alta calidad que fueron surgiendo en todas partes.
Las viñas del abuelo
Entre las comarcas productoras beneficiadas por ese nuevo estilo se encontraban, precisamente, algunas de las zonas malditas del vino español, las que habían tenido que luchar contra el entorno para intentar aligerar unos vinos que de forma natural respondían a lo que se bautizó como estilo mediterráneo. Zonas de duras condiciones, terrenos ásperos y pobres, de clima límite, sobre todo en sus tórridos veranos, como las comarcas aragonesas, junto al Ebro (Cariñena y Campo de Borja), la zona sur de Navarra, buena parte de Cataluña (Montsant, el sur de Costers del Segre, Empordá), toda la franja levantina hasta el Altiplano, donde se reúnen cinco denominaciones de origen (Almansa, Alicante, Yecla, Jumilla y la parte sur de Valencia), y más allá, en Bullas y las emergentes zonas de tintos de Andalucía (Sierras de Málaga, Sierra de Cádiz). Incluso las zonas interiores, la DO Toro y el propio gigante manchego.
Son zonas antes marginales que se reivindican con la modernidad. Jóvenes enólogos aprovechan la marea favorable de vinos vigorosos y sin barreras sicológicas en cuanto a su riqueza alcohólica y se encuentran con un auténtico tesoro: las variedades autóctonas. Trabajan en zonas que eran casi marginales, tanto que ni siquiera se afrontó la reconversión del viñedo porque no había capital ni económico ni humano en comarcas que se despueblan casi a ojos vista y los viejos viñedos se mantuvieron prácticamente como único modo de subsistencia de la envejecida población que no emigraba. Las viejas viñas de los abuelos están siendo la base del relanzamiento de comarcas enteras, con materia prima de calidad y enólogos inquietos que están sabiendo extraer lo mejor de esos terruños.
El proceso, que se dio ya en la Ribera del Duero de los ochenta y se repitió en los noventa en Priorato y en la misma Rioja, se reproduce punto por punto por toda la geografía española. Frente a la amenaza del Cabernet o el Syrah se opone la calidad de las viejas viñas de Garnacha, Monastrell, Bobal, Cariñena y otras minoritarias que resplandecen, incluidas algunas casi desaparecidas que resucitan. Frente a los vinos-piedra de uvas inmaduras, cobran fuerza inusitada los tintos de uvas de maduración apurada al límite, con elaboraciones arriesgadas y largas maceraciones para conseguir un color intenso.
En los años del cambio de siglo aún vive la pasión por los colores intensos pero se huye de los taninos vegetales. Las expresiones clave son maduración fenólica y concentración y las elevadas graduaciones alcohólicas son un efecto colateral que no parece importar. La reacción ante los vinos-piedra es el imperio de los vinos-mermelada, que llegan en un momento clave. Son los últimos años noventa, cuando la publicación de estudios sobre los efectos saludables del consumo moderado de vinos tintos (el resveratrol, la paradoja francesa) impulsa la venta de ese tipo de vinos, de color muy intenso y, por tanto, cargados de sustancias beneficiosas. Las bodegas lo venden todo y zonas como la Ribera del Duero, que no tiene precios baratos, se quedan casi literalmente vacías de vino.
Es la época en la que también se produce una apertura a nuevos horizontes vinícolas dentro del mercado español. Aunque baja el consumo de vino, llegan al mercado nuevas generaciones de consumidores de mentalidad más abierta, que exploran en nuevas marcas, nuevas bodegas y nuevas zonas productoras. Rioja mantiene su liderato y rompe todas las marcas de ventas, pero hay espacio para vinos de toda procedencia y surgen nuevas estrellas: Montsant, Toro, Cigales, Jumilla, Campo de Borja y, en los últimos años, Bierzo, además de toda una serie de vinos de la tierra producidos en la gran llanura manchega.
Nuevo estilo en el nuevo siglo
El siglo XXI se presenta con todos esos nuevos nombres, sobre todo con la nueva zona estelar, Bierzo, que se impulsa con la llegada de Álvaro Palacios, creador de Finca Dolí y L’Ermita; con una nueva chispa en la zona centro (Méntrida, Vinos de Madrid, La Mancha, Manchuela, la creación de las nuevas denominaciones de origen Ribera del Júcar y Uclés, las primeras denominaciones de origen de pago), con la consolidación de las comarcas levantinas y de los vinos de Baleares y con la aparición de los tintos andaluces, aún en sus primeros pasos.
Y llega también con un nuevo cambio de estilo en los vinos tintos. Si las aristas tánicas de los vinos-piedra tuvieron detractores, otro tanto ocurre con los vinos-mermelada, a los que se acusa (¡vaya ocurrencia!) de ser vinos para catar y no ser vinos para beber, como si el buen vino sólo diera la cara en la comida o en la cata y no en ambas situaciones. Y es que en esos buenos vinos de cuerpo y color también hay excesos: los pecados de esos años del cambio de siglo, además de algunas locuras en los precios, se llaman sobremaduración y sobreextracción. Pasar las líneas fronterizas da lugar a vinos pastosos y, también, a taninos vegetales indeseables.
La respuesta llega pronto con los vinos elegantes, que es la tendencia actual. No es una vuelta al pasado, sino la consolidación de las conquistas y la creación de vinos más fluidos y con más nervio. El nuevo tinto, el que elabora la vanguardia actual, es fruto de un mejor conocimiento de todos los procesos, desde el concepto terruño, que sigue vigente, hasta las maderas de crianza. Después de beber en las fuentes internacionales del saber enológico, los enólogos de vanguardia españoles han seguido progresando y ahora en algunos casos imparten doctrina: cada vez se ven más técnicos internacionales haciendo sus prácticas en las bodegas punteras españolas.
Los nuevos tintos de vanguardia han perdido la obsesión por la intensidad colorante, pero mantienen el pulso en los que se refiere a sus vivos colores aplicando técnicas que dan lugar a colores más estables. Se adelantan algo las vendimias para evitar la sobremaduración y para limitar el grado alcohólico. Las experiencias con la madera de crianza traen también ciertos pecadillos (algunos excesos de madera) pero en general se persigue conservar en el vino el carácter de la variedad y del terruño. Tampoco se dilatan tanto las maceraciones para evitar las puntas vegetales de la sobreextracción y para conseguir vinos más fluidos y equilibrados, vinos, en definitiva, más elegantes, amables para consumo inmediato pero que tengan proyección de futuro.
No todo es tinto
La longevidad es la palabra clave del nuevo reto que están afrontando las bodegas españolas de vanguardia, el reto de los vinos blancos. También en este terreno se ha producido un proceso similar al experimentado en el capítulo de los tintos, pero con sus peculiaridades. Se da la paradoja de que se descubrieron antes las virtudes de ciertas variedades autóctonas, pero la progresión de los vinos no se generalizó hasta tiempos muy recientes.
Como en el caso de los tintos, la apuesta por las variedades foráneas ha dejado un puñado de magníficos blancos de larga vida, generalmente varietales (los chardonnay Chivite Colección, Milmanda, Enate, Castillo de Monjardín, Jean León y otros) aunque también alguno de mezcla de variedades (Clarión), pero el descubrimiento de las variedades locales, como Albariño, Verdejo, Godello, Xarel•lo y otras, se quedó durante mucho tiempo en el éxito de los vinos jóvenes. Ejemplos claros están en los verdejo castellanos o los albariños gallegos, que enseñaron a los españoles a gastar mil pesetas (seis euros) en una botella de blanco cuando un tinto crianza de Rioja costaba la mitad.
Hay que decir aquí que la presencia de variedades foráneas tiene también larga tradición en España. Se dice que hubo algo en la Rioja del siglo XIX, cuando los comerciantes franceses buscaban vinos en las principales zonas españolas. En los archivos de la familia Raventós, creadora del cava con sus Codorníu, se registra la plantación de Chardonnay en los años veinte del siglo pasado, cuando la Gran Guerra había asolado la zona de producción de Champagne y vaciado sus bodegas y el espumoso francés se producía en bodegas españolas: hay pruebas documentales de ello colgadas en las paredes de Bodegas Bilbaínas, en Haro (La Rioja).
Con Chardonnay o con variedades autóctonas, por separado o en solitario, en los últimos años le ha tocado el turno de la renovación a los blancos. Los de variedades foráneas de las zonas más significadas (Somontano, Penedés o Navarra, convertida en uno de los feudos españoles de Chardonnay) mantienen en general un estilo cercano al de sus homólogos del Nuevo Mundo, aunque se buscan y se consiguen vinos más finos y profundos. Al mismo tiempo, se buscan nuevas elaboraciones para los de las uvas locales más prestigiosas con el fin de impulsar los vinos de segundo o tercer año, o más, como complemento, si no sustituto, de los jovencitos del año.
La fermentación en barrica, seguida de la crianza con sus lías tiene una tradición en España de 40 años (era el sistema que utilizó Jean León para su blanco de Chardonnay), pero se ensayan otros menos agresivos para el vino, como la elaboración en conos de roble de gran capacidad, la maduración en depósitos de acero en presencia de las lías o el ensayo con nuevas maderas (el viejo cerezo, la acacia; ya hay un vino elaborado en acacia, un godello Guitián). En esa línea está toda una generación de nuevos grandes vinos de Rías Baixas, con madera (Veigadares y Gran Veigadares, Organistrum, Condes de Albarei, 1583 Albariño de Fefiñanes, Fillaboa fermentado en barrica) o madurados en tanque (Pazo de Señoráns. Albariño de Fefiñanes III Año, San Amaro, Fillaboa Monte Alto, Finca de Arantei).
El reto de la longevidad
También se buscan vinos que vivan en la botella, como lo hacen algunos albariños y algunos de los nuevos ribeiros. Y como lo hacen los de Godello, la nueva estrella del firmamento vinícola gallego. Es una variedad rescatada en los años setenta a partir de unas pocas cepas diseminadas por la DO Valdeorras, en el interior de Galicia, que es una de las comarcas productoras de blancos con mayor proyección en los últimos tiempos, incluso para plantar cara a Rías Baixas, la patria del albariño, o a la zona tradicional de Galicia, la DO Ribeiro. Y lo hacen con vinos de la altura de la colección Gutián o del nuevo y excepcional As Sortes, de Rafael Palacios.
La batalla de los blancos se libra incluso con las variedades tradicionales, consideradas poco aptas para otra cosa que no fuera la destilación o el envejecimiento en madera, caso de los blancos clásicos riojanos de Viura. Las técnicas vanguardistas están arrancando facultades desconocidas a variedades como la propia Viura (en Rioja se impone la fermentación en barrica) e incluso la manchega Airén, con vinos sorprendentes (Ercavio, Fnca Antigua). Al mismo tiempo se ensaya con otras: Garnacha Blanca en zonas de Cataluña (se complementa con las cepas clásicas del Ródano, en especial Viognier); Xarel•lo, que es la uva blanca emblemática de Cataluña; la levantina Merseguera o la rara Picapoll del interior de Cataluña.
Hay mucho camino por recorrer en blancos, pero se ha iniciado la marcha, lo mismo que en el terreno de los espumosos, con el cava como gran capitán indiscutible, que sigue creciendo a pesar de sufrir diversos avatares de orden interno y hasta de naturaleza política, que son ajenos a la calidad del vino. Como en el caso de los blancos, en los cavas se trabaja en dos vertientes de calidad, por un lado en la profundización en los rasgos propios, en la personalidad de producto y de marca, y, por otro, en la obtención de cavas que no sean de consumo inmediato y que respondan bien a la permanencia en la botella.
Los mejores rosados del mundo
Ese afán de producir vinos que duren más en el tiempo se llegó a detectar incluso en los vinos de consumo a corto plazo por antonomasia, los vinos rosados, un capítulo que ha tenido una trayectoria de ida y vuelta en estos 25 años. En esos primeros ochenta había zonas especialistas en la elaboración de rosados, un tipo de vino que se ligaba directamente con el nombre de Navarra y se asociaba a la variedad Garnacha. Había otras zonas, como las de Castilla y León, donde el rosado recibía el nombre tradicional de clarete; ahí estaban los claretes de Cigales, de la zona oriental de la Ribera del Duero, en las provincias de Burgosa y Soria, o en otras comarcas, como las del Páramjko de Léon (actuales denominaciones Benavente-Los Valles y Tierra de León) o en la actual zona de vinos de calidad de la Ribera del Arlanza.
Con la mejora tecnológica de las bodegas, los rosados se integraron en el grupo de los vinos jóvenes que pujaban en los años ochenta y al catálogo de buenos rosados se unieron nombres como Penedés, Utiel-Requena, Valencia, Jumilla y otras zonas, incluida la misma Rioja. En muchas de ellas se empleaban en la elaboración de rosados uvas de viejas viñas que luego darían todo su enorme potencial en la producción de tintos. Buena uva y buenas condiciones de elaboración que revolucionaron también el capítulo de rosados y dieron lugar a los mejores vinos rosados del mundo.
Era una gloria efímera, por cuanto sus virtudes de frutosidad, frescura y alegre consumo se pierden en gran medida apenas transcurrido un año de su elaboración. También se han buscado fórmulas contra ese rápido declinar, incluido el paso por barrica, aunque más breve de lo que se hacía en los clásicos rosados de Rioja o de Cigales. Los mejores resultados parece que se obtienen espaciando la salida al mercado de las diferentes partidas de vino, con embotellados sucesivos y conservación de los vinos en atmósfera inerte hasta el momento de su expedición.
El capítulo de rosados se vio también afectado por la renovación del viñedo y por el impulso de los tintos, aunque no siempre en sentido positivo. Los productos de muchas de las nuevas plantaciones se destinaban a rosado a la espera de que la planta alcance la madurez necesaria para dar las mejores prestaciones en tintos. Se conseguían vinos rosados frescos y, además, se registraba la incorporación de las nuevas variedades, dando lugar a lujos como los rosados de Merlot, de Syrah o de Petit Verdot, aunque con ese componente de producto residual que también se da en algunas bodegas de todo el mundo: escasean los buenos rosados porque la mayor parte no se conciben desde la viña para su destino como rosados.
En la medida en que se destinan a rosado determinadas partidas de uva (de viñas jóvenes, de parcelas situadas en zonas más frescas, de viñas de alta producción), crece la calidad y así lo hacen los productores de los mejores rosados españoles. También hay otro rosado de calidad que es feliz consecuencia de descartes de bodega: los rosados procedentes del sangrado de depósitos de tinto a la búsqueda de aumentar la relación de hollejo por litro de mosto en fermentación y conseguir la producción de tintos más concentrados.
El resultado final es una gama de vinos rosados también muy sugestiva, desde los clásicos de color salmón claro, como los riojanos del “triángulo del rosado”: San Asensio, Cordovín y Badarán, en el valle del Ureña, en Rioja Alta; hasta los modernos, de color fresa e intensidad variable. Es un capítulo que está experimentando un gran impulso comercial en los últimos tiempos, sobre todo en mercados de costa o en países como el Reino Unido o Estados Unidos.
Las buena vibraciones de modernidad llegan incluso al capítulo más tradicional, el de los vinos generosos. En el caso de los legendarios vinos de Jerez, Málaga y Montilla-Moriles, que más vale no tocar en su grandiosidad, se hace especial hincapié en las esencias, en los vinos muy viejos que se atesoran en las viejas botas de las bodegas. La creación en 2001 de las nuevas categorías, VOS y VORS, para vinos de 20 y 30 años de edad media respectivamente, ha revitalizado un sector que declinaba y ha sacado a la luz auténticas joyas enológicas. Se han aligerado los vinos finos y las manzanillas, que buscan un lugar en la mesa, como vinos blancos, para salir de su encasillamiento como vinos de aperitivo, al mismo tiempo que buscan su posición en los mercado internacionales.
Atención especial merece el segmento de los vinos dulces, que viven un buen momento en todo el mundo y en el que España aporta grandes vinos singulares. Encabezan la clasificación los vinos negros, los vinos viejos de pasas, de Moscatel y, sobre todo de Pedro Ximénez, vinos densos e intensos clásicos que se ven mucho en los restaurantes de vanguardia. En el extremo contrario, los vinos jóvenes, pálidos y frescos de Moscatel y de otras variedades, elaborados con todas las técnicas que se llevan por el mundo, desde las vendimias tardías (eso en muchas zonas españolas significa llegar a septiembre en la cepa) hasta los vinos de hielo o la recuperación de viejos estilos, como los tostados del Ribeiro, elaborados tradicionalmente a partir de uvas desecadas en los altillos de las casas. Hoy se hace lo mismo en las bodegas o en paseras diseñadas al efecto.
En todas las zonas hay bodegas innovadoras que exploran nuevos caminos, se adhieren a unas u otras tendencias, con especial atención a lo propio, y configuran un horizonte fascinante en su evolución y en la constante aportación de nuevos matices a un panorama de gran riqueza. Lo más importante en todo esto es que se van diluyendo los viejos complejos. Ya no es corriente oír a los enólogos españoles hablar de emular a vinos de Burdeos, de Borgoña, del Ródano o de California. Se impone el terruño, la explotación de las cualidades y el deseo de perfilar lo mejor de la personalidad de cada una de las regiones, de cada una de las comarcas, de cada terruño y el sello personal de cada elaborador. En esa filosofía se sustenta el espléndido futuro del vino español.
Fecha publicación:Septiembre de 2007
Medio: Spain Gourmetour
Deje su comentario
Debe estar logged in para comentar.