En muchos mercados internacionales se identifica el vino español con las sensaciones de madera. Se reprocha a las bodegas españolas ser muy aficionadas a enmascarar la personalidad de sus vinos con olores y sabores de roble. Se acusa a Rioja de esa tendencia pero lo cierto es que la pasión por el roble viene de antiguo, no es culpa de los vinos riojanos y no es privativa de los vinos españoles.
El equivalente a la revolución industrial en el ámbito vinícola se inició en España hace 150 años, con la llegada a Rioja de los sistemas bordeleses de elaboración y envejecimiento de los vinos. Su implantación trajo la crianza en roble y con ella unos peculiares rasgos aromáticos y sápidos que distinguirían primero a los llamados “vinos finos de Rioja” y luego al vino riojano en general.
Su éxito hizo que en otras zonas se imitara ese estilo y la madera pasó a generalizarse en las bodegas y en las sensaciones de los vinos hasta identificar para muchos al vino español con esos recuerdos de vainilla que proceden de la crianza en barricas de roble americano.
Los excesos en esas sensaciones de madera han dado lugar a los vinos que suelen ser definidos como “tablón”, “alarde de ebanistería” o afectados de “maderitis”. Son los vinos en los que una prolongada permanencia en las barricas ha hecho que desaparezca total o parcialmente la sensación de la fruta o del vino joven y sea sustituida por los recuerdos de la madera.
Es el dibujo del tópico “rioja de carrill”, el más comercial y menos interesante. Sin embargo no toda la culpa es del rioja. La pasión por el roble es más antigua. Los más famosos vinos españoles de la Edad Moderna debían su carácter a un envejecimiento más bien largo en envases de madera. Incluso la fermentación en roble, tan actual que parece, tiene al menos medio milenio de existencia.
Envase de transporte
El uso de la madera (de roble, de castaño e incluso de pino) para la construcción de envases para el vino se generalizó con las grandes travesías marítimas y con apertura de las grandes rutas comerciales, a finales de la Edad Media. Hasta entonces, los recipientes más frecuentes eran las vasijas o ánforas de barro, que se cerraban con paños encerados o con tapones de madera; y los pellejos, pieles enteras de vaca o de oveja, impermeabilizadas con pez.
Los vinos eran en general muy poco estables y se confiaba más en materiales más estancos. Eran pocos los que soportaban el paso de más de un año, sobre todo fuera de las bodegas, donde se guardaban en depósitos de piedra que muchas veces eran los mismos en los que se fermentaba.
La búsqueda de la estabilidad, el intento de detener la evolución del mosto de uva en su mejor estado, el de vino, que es el objetivo de la enología, daría lugar a muchas técnicas, algunas de las cuales se conservan. Una de las más extendidas fue la de guardar los vinos con sus lías o “madres”, de las que perviven vinos como los “sobremadre” madrileños o los “vinos de pitarra” extremeños.
Tan extendido como las técnicas anteriores o incluso más fue el recurso a la adición de elementos considerados conservantes, como la resina, las especias o las hierbas aromáticas. La llegada a Occidente de la destilación, a partir del siglo XIII, fue toda una revolución en el mundo de las bebidas y también en la enología. La adición de alcohol se reveló como un eficaz sistema de conservación de los vinos, que se mantenían bien incluso en las grandes travesías comerciales marítimas.
El vino, fortalecido con la adición de alcohol, era un complemento energético de primer orden para la marinería, de manera que entró a formar parte de las provisiones que se cargaban en los barcos. En ese momento se impusieron los toneles, barricas y fudres de madera como el recipiente más adecuado para el transporte de los vinos. Era más sólido y estable que los pellejos y las vasijas de barro y, por ello, más adecuado para las bodegas de los barcos.
Envase de crianza
Pronto se vio que en el interior de esos envases ocurría algo que mejoraba las cualidades de esos vinos, además de permitir que estuvieran en buenas condiciones durante muchos años. La oxidación controlada que se produce en los envases de madera proporciona una gran estabilidad a unos vinos que, si bien no se parecen en nada al vino joven que entró en las barricas, son muy agradables de beber.
Así, de la suma de la adición de alcohol y la crianza en toneles, botas y barricas de madera, nacieron los más cotizados vinos de la Edad Moderna: los oportos, madeira (de donde viene el calificativo de “maderizado”, que se aplica a un vino con peculiar oxidación y no al que tiene exceso de roble), jerez, marsala, málaga, fondillón, tokaj, malvasía y tantos otros.
Son vinos a los que la prolongada permanencia en envases de madera ha dado un carácter diferente, alterando de forma sustancial los aromas y hasta su aspecto: ¿quién diría que un oloroso viejo de color caoba o un negro pedroximénez proceden de uvas blancas? Son vinos más apreciados cuanto más se alejan de los aromas frutales.
Eso vale incluso para los que guardan mejor los rasgos primarios, como los oportos más cotizados, los vintage, que deben ser consumidos, según la ortodoxia dictada por los británicos, cuando tienen más de 15 años, es decir, cuando han perdido en gran medida su color rojo intenso de juventud, evolucionado a tonos “leonados”, como se suele decir en la zona portuguesa, y sus aromas de fruta muy madura han adquirido complejidad por la crianza en madera y, sobre todo, por la posterior evolución en la botella.
Todo un sistema de elaboración
Fue la primera pasión por el roble, que en la España del siglo XVI se extendía a las zonas más prestigiosas, incluyendo la fermentación de los vinos en los grandes bocoyes de madera que aún se pueden ver en muchas de las bodegas subterráneas de Castilla: el famoso vino de Tierra de Medina, que fue utilizado incluso como moneda de cambio en las famosas ferias de Medina del Campo, fermentaba en madera y luego era encabezado para pasar a envejecer en barrica. Los generosos andaluces, los rancios del Mediterráneo y hasta los más clásicos moscateles, pasaban por madera. Y se siguen elaborando como hace cinco siglos.
Sin embargo, la fiebre del roble tal como la conocemos hoy viene de los sistemas bordeleses de elaboración de vinos tintos que se desarrollaron a partir de finales del siglo XVIII y que llegaron a España con el nombre de “método Mèdoc”. La fermentación y crianza en barrica es sólo lo más llamativo de una serie de procedimientos (trasiegos, clarificaciones) que buscan eliminar impurezas del vino y estabilizarlo, darle una vida más larga.
El sistema llegó a Rioja de la mano de una serie de terratenientes liberales, que aprendieron esas técnicas en el exilio y, a la vuelta a sus tierras, aplicaron las nuevas técnicas. A mediados del siglo XIX, el marqués de Riscal y el marqués de Murrieta consolidaron una renovación del vino de Rioja que ya había intentado sin éxito setenta años antes el alavés Manuel Quintano.
Las plagas americanas que asolaron Francia enla segunda mitad del siglo hicieron su aportación para que el sistema se instalase definitivamente en las orillas del Ebro, cambiando completamente la faz de los vinos de la región. El rioja que conocemos hoy es heredero de los que se elaboraron hace más de un siglo por el “método Mèdoc” y fueron conocidos como “vinos finos de Rioja” en contraposición a los elaborados por el sistema ancestral (similar a los actuales vinos de cosechero), que serían más rústicos y ásperos.
Un nuevo tipo de vino
Los aromas y sabores que proporciona la crianza en barrica configuran todo un perfil de vino que llevó al rioja a las más altas cotas de popularidad y a ser la zona líder del vino tinto español. Antes de esa revolución enológica los vinos de Rioja no tenían prestigio alguno. Incluso tenían la mala fama de ser vinos poco estables a los que afectaba negativamente el transporte (la Sociedad de Amigos de la Tierra de Álava afrontó en la primera mitad del siglo XIX la mejora de los caminos para paliar ese problema) e incluso las trepidaciones del tráfico de carruajes en la cercanía de las bodegas (el Ayuntamiento de Logroño prohibió la circulación de caballerías y carros herrados por ese motivo).
El vino de Rioja salió de la experiencia convertido en el más prestigioso de España y en modelo de elaboradores de otras muchas zonas. El problema es que para cuando se quiso emular el sistema de elaboración y crianza, algunas bodegas riojanas había caído en los excesos y muchos de los vinos más comerciales se caracterizaban precisamente por los excesos de madera.
Ese perfil tópico del vino de rioja es el de un tinto abierto de color (tonos rubí-teja debido a la larga crianza oxidativa), con los aromas dominados por sensaciones de madera (vainilla y coco del roble americano, maderas más o menos nuevas), ligero de cuerpo y con viva acidez. Son vinos embalsamados por la suma de acidez y estabilización en barrica.
Los mejores pueden ofrecer un bouquet más desarrollado y rico, con notas elegantes de especias, tabaco, café y reducción, y un paso de boca delicado, sedoso. Los más vulgares buscan sólo la sensación de madera y consiguen monotonía en la nariz y paso de boca secante y áspero.
Más madera, es la guerra
Por desgracia, muchos de esos vinos anodinos y mediocres triunfan en ciertos mercados y la madera empleada con abuso marca el carácter de los vinos más comerciales no sólo de Rioja sino de otras muchas zonas. Se convierte incluso en un elemento que justifica unos precios más altos, como en el caso de tantos “media crianza”, en los que se busca un golpe fuerte de madera que les de aire de crianza en poco tiempo: un paso de tres o cuatro meses es suficiente para darle ese toque comercial y también un impulso en su precio, a veces el doble que el de un vino joven.
El fenómeno no es exclusivamente español. En otros muchos países los elaboradores buscan fórmulas para dar a los consumidores lo que piden: madera, olor y sabor de madera. El golpe de tablón de la barrica nueva es un buen recurso, pero hay procedimientos más baratos que se están aplicando en muchos países (y se sospecha que también en algunas bodegas españolas, a pesar de que no está permitido).
El paso del vino por un “filtro” de virutas de roble es un procedimiento expeditivo, lo mismo que los “chips”, virutas y serrín de roble que se maceran en los depósitos de vino en un proceso similar al de la preparación de una infusión, pero en frío. De todas formas, el más radical es el sistema directo de adición de esencias y aromas (la famosa “robledina”), aunque parece que no permanecen durante mucho.
Todos ellos son procesos todavía prohibidos en España y en general en el viejo mundo vinícola (aún colea en Francia la polémica sobre el uso de los “chips”, que dura años). La liberalidad con la que se usan en los nuevos mundos (los australianos abren los ojos como platos cuando se enteran de que está prohibido en Europa) es otro argumento que esgrimen los partidarios de liberalizar las prácticas enológicas para poder competir en igualdad.
En principio, no parece que suponga mayor problema obtener sensaciones de crianza sin el engorroso y caro procedimiento de envejecer los vinos en barrica. Sin embargo, habría que contar con el consumidor, una vez más olvidado en todo el asunto. Es cierto que muchos consumidores buscan madera a bajo precio, pero debe ser obligatoria una información clara en el etiquetado para que sepan que esos vinos tienen sensaciones de crianza sin haber visto ni de lejos una barrica.
Fecha publicación:Marzo de 2003
Medio: TodoVino
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