España bebe tinto pero produce blanco, está ecológicamente mejor dotada para producir tintos en la mayor parte de las zonas, pero más de la mitad del viñedo es de uva blanca. Ha adquirido fama internacional gracias a los tintos pero la variedad más cultivada en el mundo es española y es blanca: la manchega Airén. Los blancos no han alcanzado todavía la consideración ni el desarrollo de los tintos, pero ya han comenzado a andar el camino.
En los últimos quince años el panorama del vino español ha cambiado de forma radical. En estos años se ha producido la eclosión de los nuevos rioja, de los prioratos y en general de casi todas las zonas del Mediterráneo (Montsant y Jumilla, el Ampurdán y Yecla, Utiel-Requena, algunos vinos de Alicante y Bullas, de la Terra Alta, del Penedés, de Costers del Segre, Pla de Bages y Baleares), hemos asistido a la ascensión (y el titubeo actual) de la Ribera del Duero, a la “creación” de Toro y a los nuevos tiempos incipientes de Cigales y Bierzo.
Estamos viendo la revolución del valle del Ebro, liderado por el ya popular Somontano, con puntos de interés indudable en Navarra o en los nuevos tintos de Cariñena y Campo de Borja. La gran Meseta Sur, donde está la mitad del viñedo español, en su mayor parte blanco, está aportando novedades de indudable interés. Y hasta Andalucía, que parecía anclada en sus vinos generosos clásicos y en los ligeros y neutros blancos jóvenes, vive un despertar de la producción de tinto en zonas como la Alpujarra o la Serranía de Ronda.
Una auténtica revolución que ha cambiado completamente el aspecto del panorama vinícola español, pero que parece que llama la atención sobre todo en el capítulo de los vinos tintos. Los cambios en el terreno de los blancos han sido también espectaculares y se iniciaron incluso antes que en los tintos, pero da la impresión que queda mucho camino todavía por recorrer. Y es que el punto de partida no era nada envidiable.
Durante décadas la mayor parte del vino blanco español se destinaba a la alcoholera (Tomelloso y Almendralejo, las mayores productoras mundiales de alcohol vínico) o sus uvas se mezclaban con las tintas (mucha blanca y poca tinta en Valdepeñas o Mancha, menos blanco en los “claretes” de Cigales y en los “cosecheros” riojanos). Por eso las variedades blancas mayoritarias no se distinguen por su prestancia.
Airén, Cayetana, Pedro Ximénez, Viura, Palomino, Merseguera… Cuando los enólogos miraron hacia las uvas blancas lo más que encontraron fue la sorpresa de la castellana Verdejo, que tampoco era un alarde de aromas, y la reserva varietal de Galicia, un mundo aparte que, además, estaba amenazado por la invasión de la productiva Palomino, allí llamada Jerez. La revolución tecnológica, iniciada en Cataluña por Miguel Torres e impulsada por los elaboradores de cava, apenas hizo otra cosa que poner en evidencia las miserias aromáticas de la oferta de variedades blancas españolas, sin encontrar las virtudes de algunas como Xarel•lo, la más característica de las variedades blancas catalanas que sólo ahora apunta sus cualidades en unos pocos vinos.
Los recursos tecnológicos (fermentación a temperatura controlada, maceraciones, intervención de levaduras seleccionadas, bacterias o enzimas) no aportaron grandes soluciones: lo más, el famoso olor a plátano de los blancos jóvenes-frescos-afrutados de los ochenta y buena parte de los noventa. A algunos les fuie bien y se quedaron ahí: los blancos andaluces, capitaneados por el pionero Castillo de San Diego, que tiene fama de ser el vino embotellado de mayor venta en España; los de la zona Centro o los riojanos, amarrados a la uva Viura.
En las zonas donde se pudo se volvían los ojos hacia las variedades propias; así se salvaron las gallegas (Albariño las encabeza, pero hay más: Godello, Treixadura Loureira…) o se impulso la castellana Verdejo y se mejoran las prestaciones de otras, como Xarel•lo e incluso las Viura o Garnacha Blanca, entre otras. Pero eso es muy reciente; antes de ello, si se quería un blanco “personal”, había que recurrir a las variedades foráneas, a las más famosas de las uvas mundiales.
En los años sesenta, Jean León plantó las primeras cepas de Chardonnay, que estaría llamada a ser la blanca “mejorante” por antonomasia, y abrió las puertas a la importación de variedades francesas o renanas. Una importación que Miguel Torres primero, y luego muchos otros, abrazaron con entusiasmo. El Penedés se convirtió en una especie de catálogo de Riesling, Gewürztraminer, moscateles diversos, Sauvignon Blanc y, por supuesto, Chardonnay de todo pelaje, entre otras muchas.
Rueda optaría por Sauvignon Blanc para dar fragancia a la sobria Verdejo (se les fue la mano, la verdad, y casi todos los verdejos tienen aroma de Sauvignon); y la Chardonnay daría la vuelta completamente a los blancos de Navarra, entrando también en muchas otras zonas, entre ellas el Somontano, donde, aliada con la alsaciana Gewúrztraminer, se encargó de lanzar la zona a la fama mientras las cepas de uvas tintas se hacían mayores.
El resto hacía lo que podía: en el Mediterráneo insistían con el poco éxito que cabía esperar con variedades de zonas más frías (esos riesling de Alicante y Murcia…), aunque han mejorado notablemente los vinos de Garancha Blanca en la parte norte; en Rioja los blancos fermentados en barrica, algunos de ellos excelentes (Allende, Plácet, Muga), han sustituido casi por completo a los viejos blancos crianza y reserva (quedan Murrieta, un Marqués de Cáceres, Tondonia y poco más) y en La Mancha, Valdepeñas, Vinos de Madrid y ese vecindario sigue oliendo a plátano, aunque hay quien se empeña en demostrar que la Airén puede dar alguna alegría (no se pierdan el nuevo y sorprendente Ercavio).
Se sigue investigando con las variedades, propias y foráneas, pero parece que el campo de actuación está más en la bodega y, en el campo, más en la producción (rendimientos, maduraciones) que en la variedad. El reto actual es el blanco de vida larga, donde se han abierto nuevos caminos que prometen un futuro lleno de matices. Subsiste la vieja dicotomía Vieja Europa-Nuevo Mundo (vinos con muchos matices frente a potencia y madera) pero se buscan vías para elaborar vinos desarrollados y personales.
La fermentación en barrica se va matizando con la crianza sobre lías y el complemento del botellero. Se investiga con la maduración en tanque de acero inbxodable de vinos limpios o manteniendo las lías de la fermentación, todas o en parte; se impide la fermentación maloláctica o se interrumpe para hacer vinos con más nervio, que evolucionen bien en la botella. La vanguardia del vino blanco avanza como el tinto, pero tiene por delante un campo inmenso, lleno de posibilidades.
Una vez que hay vinos de buena calidad, incluso algunos muy buenos, el vino blanco español se enfrenta al reto de la grandeza. Y eso sólo se consigue con vinos que duren, que se desarrollen y envejezcan bien. Es imprescindible conseguir que el blanco sea considerado tanto como el tinto como vino de primera. Y hay que ganar la batalla de la frescura: el blanco ha de ser fresco; ante un blanco con estructura de tinto (cuerpo, grado, madera, grasa), siempre será mejor un tinto.
Fecha publicación:Diciembre de 2004
Medio: Enateca
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