No se ha terminado de superar el término “caudalía”, seguimos con la “alta expresión” y se empieza a poner de moda el “empireumático”, un término que no es tan nuevo como algunos parecen creer. Uno de los reproches más frecuentes a los que se enfrenta todo el que escribe de vinos es la supuesta opacidad del lenguaje del vino, una terminología que no es tan incomprensible como algunos piensan, por más que no falta quien se empeña en hacerlo. El uso de un lenguaje de difícil comprensión es un truco tan viejo como la propia comunicación utilizado generalmente para ocultar un discurso vacío de contenido. Aunque no sea el caso, lo parece por culpa de algunos amaneramientos de lenguaje que periódicamente vemos aparecer en catas y artículos. Si se trata de comunicar, lo mejor es recurrir a un lenguaje lo más claro posible y el mundo del vino tiene suficientes tecnicismos como para que se añadan cursilerías.
Cada actividad humana tiene un lenguaje propio formado por términos específicos, algunos inevitables tecnicismos y palabras con acepciones peculiares, a las que se da un contenido diferente al académico con el fin de poder comunicar situaciones o sensaciones que no tienen su propia denominación específica o que, si la tienen, es conocida por muy pocos. El mundo del vino no escapa a ese principio, pero no es menos comprensible que el de cualquier otro campo de la comunicación, como el rico lenguaje de la tauromaquia o el del fútbol, lleno de anglicismos incomprensibles si no fuera por su amplia y repetida difusión. Si es inevitable hablar de taninos, de sulfuroso o de lías, no lo es tanto utilizar términos difíciles, algunos de ellos incluso incorrectos o poco exactos desde el punto de vista gramatical.
Hace unos años alguien se empeñó en consolidar caudalía como un término referido al espacio de tiempo durante el cual el recuerdo del vino permanece en la boca una vez que ha sido ingerido. Como una caudalía equivale a un segundo, parece poco práctico utilizar una palabra cuyo significado hay que explicar cuando existe otra perfectamente comprensible. Y mucho más si la palabra es inventada, algo que ocurre también con la malhadada fórmula de la “alta expresión”, que ya ha llegado incluso a la comunicación publicitaria, cuyo significado sigue siendo ignoto para la mayoría. Y lo peor es que los que lo utilizan o no lo explican o no saben hacerse comprender.
No ocurre lo mismo con los empireumáticos, olores que se están poniendo de moda pero que difícilmente se pueden encontrar en un vino. En este caso sí existe la palabra y son los olores de productos animales o vegetales sometidos a un golpe fuerte de calor. En el mundo del vino sólo sería posible en el caso de los arropes (en todo caso un arrope mal elaborado) que se emplean en ciertos vinos generosos y en algunos brandies. El problema es que se utiliza sin demasiado sentido: algunos lo definen como ese olor peculiar de las legumbres cuando se pegan sin quemarse (los recocidos de fermentación de toda la vida) y otros lo identifican con el olor a caucho, provocado casi siempre por las materias orgánicas que se producen en la fermentación.
El vino es un producto muy difícil de describir con palabras. Además de algunos términos técnicos, que requieren un aprendizaje (en todo caso no superior al necesario para entender, por ejemplo, los artículos sobre automóviles), se utilizan símiles que deben ser entendidos por todos o por una mayoría. En el mundo del vino se puede recurrir a varios tipos de lenguaje, pero hay que saber distinguir cuál es el adecuado para cada medio. En revistas técnicas se admitirán fácilmente los tecnicismos, que serán comprensibles para la mayor parte de sus lectores, ya que su clientela está formada fundamentalmente por técnicos. Ese otro tipo de lenguaje lleno de figuras más o menos poéticas que se sitúa en el extremo opuesto es rico o, al menos, ocasionalmente divertido, siempre que no se abuse, pero es poco riguroso.
Lo mejor es el punto medio, el nivel de la divulgación que proporciona un lenguaje periodístico que, aun a costa de no ser científicamente riguroso, no caiga en el aire engolado de tantos supuestos especialistas que buscan más hacer alarde de conocimientos (en muchas ocasiones apenas una capa superficial que deja ver la miseria cuando se rasca un poco) que la comunicación con sus lectores. Casi siempre es preferible una descripción repetitiva pero exacta antes que otra más “bonita” desde el punto de vista literario pero poco comprensible para el lector.
En una cata de un vino blanco elaborado con la intervención de las ya viejas levaduras seleccionadas se producen olores peculiares que el técnico puede definir correctamente como olor o aroma de acetato de etilo. El partidario de ese otro lenguaje poético podría decir que el vino le recuerda a un revolcón al amanecer en una platanera del norte de Tenerife. Ambos han encontrado en el vino el olor a plátano que todo el mundo reconoce. Se pueden añadir adornos, como evocar las diferentes clases de plátanos y sus peculiares matices, pero esos añadidos no contribuyen sino todo lo contrario a despejar dudas del lector, que seguramente no conoce más de una o dos variedades de plátano. Ese principio se puede aplicar a otras sensaciones, tanto frutales (los recuerdos florales, de manzana, de frutillos silvestres) como de crianza (aromas especiados o de tabaco) e incluso de fermentación (tufos). En todos los casos se puede profundizar en el tipo de aroma (variedades de manzana, tipos de flor o de frutos, especias exóticas o diferentes tipos de tabaco, olores desagradables de materia orgánica en evolución o de productos azufrados) pero parece más sensato comunicar una idea general, simple si se quiere, que despistar en un alarde de conocimientos técnicos que en la mayor parte de los casos no es sino una delgada pátina adquirida por el comunicador a lo largo de años de relación con los técnicos, por simple contagio.
Fecha publicación:Mayo de 2002
Medio: El Trasnocho del Proensa
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