Conocí a Cristino Álvarez en los primeros años ochenta, cuando era un imberbe recién llegado al mundillo de la información gastronómica y vinícola. Hace casi cuarenta años, era prácticamente un ambiente único, el gastronómico, trufado por algún atrevido que se especializó en la cosa líquida. Los que se dedicaban a ello, la vieja guardia, formaban una especie de club cerrado, con sus amores e inquinas internas y con escaso interés por acoger a nuevos rostros.
Había pocas excepciones y en aquellos tiempos en los que no hablaba por no pecar, aunque podía ver el escaso conocimiento sobre vinos de buena parte de aquellos vividores, conté con el respaldo de muy pocos de esos personajes en los que escaseaba la grandeza y abundaba la vanidad. En muchos sentidos, encontré en Cristino una de esas flagrantes excepciones. Era un personaje que, además, destacaba por la solidez de sus conocimientos, por una curiosidad insaciable y por un firme criterio periodístico.
Era un periodista de plan antiguo, que no se perdía en hipérboles huecas y que remitía al dato incontestable, respaldado por fuentes autorizadas o por su propia investigación, y envuelto, eso sí, en una retórica de estilo muy personal.
Desarrolló su carrera en la agencia Efe, en la que desempeñó diferentes cargos, como periodista parlamentario o responsable de edición, entre otros, pero su pasión era la gastronomía.
Peleó hasta conseguir una sección gastronómica en la agencia: “Los peloteros, decía, tienen una parcela amplia y la gastronomía merece la suya propia”. Así logró que sus artículos, firmados con el seudónimo de Caius Apicius, con el que rendía tributo al romano Apicio (Marcus Gavius Apicius), el primer gourmet de la historia, tuvieran más lectores en todo el mundo que el resto de la prensa del sector junta.
No tenía ni la fortuna ni la excentricidad de Apicio, pero fue epicúreo y hedonista, capaz de emocionarse con los productos más refinados, que para él no eran necesariamente los más caros, y de proclamar generosamente sus virtudes a los cuatro vientos.
Vivía en Madrid pero nunca descuidó su naturaleza de coruñés un poco pijo. Se permitía pocos lujos, uno de ellos, modesto, su Jaguar, con el que hacía siempre que podía el trayecto de la N-VI de punta a punta, de Madrid a La Coruña, con parada en las Rías Baixas. Tenía un gran corazón y una cierta candidez que le llevaba a ilusionarse con reconocimientos de cofradías y academias. Hijo de boticario, poco hacía por cuidar de forma voluntaria su mala salud de hierro, que, además, castigaba con talante un tanto suicida con sus aficiones gastronómicas y enológicas.
Sobrevivió a más de un envite gracias a la atención, ora suave ora manu militari, de su pareja impagable, Maribel Corbacho. Rey del regate vital, se comió, se fumó y se bebió la vida, a veces de forma casi clandestina y siempre en busca de la charla con los amigos o con la amenaza de esos chistes blancos que tan mal contaba. En los últimos tiempos, finalmente, la salud le alejó de lo que le apasionaba. Tal vez por eso, se aburrió y se fue, un día antes que el mítico cocinero francés Paul Bocuse , el pasado 19 de enero, con 70 años de edad. Esta vez Maribel no pudo cerrar el paso a la parca.
Andrés Proensa
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