Las denominaciones de origen son una buena referencia para el consumidor y un buen arma comercial para las bodegas, dos conceptos que no siempre caminan de la mano. El sistema incide sobre todo en la faceta del origen pero parece olvidar que se trata de “denominaciones de calidad”. La consecuencia es que no garantizan la calidad y pueden terminar por amparar justamente lo contrario: la mediocridad. Los principios son irreprochables: se trata de proteger de imitaciones fraudulentas a vinos que han adquirido prestigio a lo largo de los años. No hay duda de que se puede aplicar el principio de cualquier club privado: hay unos requisitos y quien no los cumpla no puede pertenecer al club. Si un socio del “club de los hombres con barba” se afeita, deberá abandonar el club, sea cual sea la razón del afeitado.
El problema es que esos principios han sido violentados de forma sustancial y muchas de las denominaciones de origen han aparecido para animar el cotarro en zonas deprimidas. Se han creado denominaciones de origen para vinos que no contaban con prestigio alguno; se buscaba revitalizar una actividad que “viste” mucho y que, por lo mismo, resulta rentable políticamente. Ha sido construir la casa por el tejado: tras una más bien corta trayectoria previa como vinos de la tierra, se da cobertura a la zona con la esperanza de que, más que una meta, se trate de un punto de partida para desarrollar la calidad. Ocurre que para muchos se convierte en una meta y se da por bueno un estado de cosas que suele ser manifiestamente mejorable.
Lo peor es que la norma, los que la administran y los que más se benefician de ella, los inmovilistas, se resisten lo que pueden, y pueden mucho, a modificar cualquier aspecto de esa denominación de origen. Se busca hacer una especie de foto fija, dejando los vinos como están, con limitadas posibilidades de evolución. Como en el mundo del vino está prohibido todo lo que no está expresamente permitido, pues tienen la sartén por el mango.
Las denominaciones de origen entran en terrenos que tienen que ver con la calidad, aunque algunos, caso de la densidad de plantación, tienen una lectura diferente en los últimos años. Sin embargo, no apuran el control de esa calidad hasta el final: se interpretan de forma flexible las propias normas y se califican los vinos a los pocos meses de su elaboración, aunque salgan al mercado varios años más tarde, sin que se controlen las condiciones en las que han permanecido; además, en esa calificación se pueden aplicar criterios diferentes en función de las existencias de vinos en las bodegas y de las necesidades coyunturales.
Con toda su parafernalia burocrática, la mayor parte de las denominaciones de origen no han sido capaces de garantizar la calidad, aunque hay que reconocer que sí se han encontrado con que el consumidor tiene la percepción contraria. Dicen los críticos que con el sistema actual sería inviable la creación de los tintos Vega Sicilia. Se pueden crear, como se hizo Vega Sicilia, fuera del “club” y hasta crear un club-denominación en torno a ese vino.
Es lo que se está haciendo en zonas como Castilla-La Mancha, donde muchos de los nuevos vinos se encuentran incómodos en la DO La Mancha y optan por la menos “castigada” mención de vino de la tierra de Castilla. Una prueba de que el sistema hace aguas, bien por la vía de las exigencias burocráticas, bien por la de la imagen de calidad, bien por ambas a la vez. Se perdió una buena ocasión con la Ley del Vino para mejorar ese estado de cosas, pero se puede rectificar. Ya se habla de cambiar algunos aspectos de la ley, pero no hay que esperar que sea en este sentido.
Fecha publicación:Junio de 2004
Medio: Vino y Gastronomía
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