El vino en España ha sido, desde tiempos remotos, un producto tan habitual como el pan. Formaba parte de la vida cotidiana y su consumo se extendía desde las familias más humildes de la España rural, hasta las más refinadas mesas capitalinas.
España siempre ha tenido los mimbres para ser uno de los principales países vitivinícolas del planeta. Sin entrar en una prehistoria de fenicios, cartagineses o vacceos, todas ellas culturas que se implantaron en determinadas zonas de esta tierra, y cuyos restos arqueológicos ya dan fe de una querencia hacia el vino, no podemos olvidar que fuimos una provincia romana, entre cuyos dioses estaba Baco, expresamente dedicado al vino; formamos parte de una tradición cristiana que tiene en el vino el símbolo de la sangre de Cristo; y ni tan siquiera ochocientos años de dominación musulmana, y el repudio coránico al consumo de alcohol, consiguieron acabar con esta tradición vitivinícola. A todo ello se une la inmejorable situación geográfica y las idóneas condiciones geoclimáticas que propician que el cultivo de la vid sea omnipresente en cualquier rincón de nuestra geografía.
Todo esto ha llevado a que España sea el país con mayor plantación de viñedo del planeta (casi un millón de hectáreas), posición que viene ocupando desde hace ya años, a pesar del descenso de superficie provocado, en parte, por las directivas europeas.
Quizás por todo este cúmulo de circunstancias, en España jamás se le ha dado al vino la justa importancia que tiene. Ya se sabe, a fuerza de ser algo cotidiano, pasa inadvertido.
Retrotrayéndonos a la historia moderna del vino, España ha tenido fases de esplendor y declive. Como país eminentemente agrícola, el último tercio del siglo XIX supuso quizás el primer cenit para el vino de España. Su causa hay que buscarla en la filoxera, el maléfico parásito que asoló los viñedos de la vieja Europa, y que obligó a nuestros vecinos franceses a buscar materia prima en nuestro país: muchos de ellos se instalaron en zonas como Tarragona, Alicante y Murcia, en busca de color y grado, o en Rioja, como sustituto temporal de Burdeos. El apogeo duró poco, ya que, como era inevitable, la plaga también se extendió por nuestros viñedos.
Querencia por el granel
Tan pronto como la filoxera fue superada con la replantación de vides con pie americano, comenzó un nuevo declive para nuestro vino, pero al menos habíamos sacado algo en claro, y era que si bien no teníamos condiciones de calidad que permitieran la implantación del vino español en las mesas más reputadas, si teníamos un grandísimo potencial como exportadores de graneles con grado y color que venían a complementar los vinos de países europeos cuya climatología no permitía estos condicionantes. Una tradición que, aunque con otros fines (hoy día hay métodos para alcanzar grado y color), sigue siendo la tabla de salvación a la que se agarra el sector, que logra colocar ingentes cantidades de vino a base de ofertar precios irrisorios.
Siguiendo con la historia, y pasando por alto el episodio fratricida de la Guerra Civil, que arrasó con industrias y campos, en España no existía la tradición de embotellar los vinos. Si exceptuamos un puñado de bodegas, que comenzaron a imitar el método bordelés, embotellando parte de su producción, el comercio del vino se basaba en los graneles que llegaban desde las zonas rurales a los diferentes comercios detallistas, bares y tabernas de las capitales, donde los vinos eran traspasados a frascas indocumentadas.
No será hasta bien entrados los setenta, coincidiendo con la salida de la etapa sombría de la dictadura, cuando las bodegas toman conciencia del potencial de calidad que tienen, y comienzan a embotellar y a hacer marca. Entramos en los ochenta, donde España empieza a tomar tintes modernos, se afianza la democracia, vienen mundiales y expos, entramos en la Unión Europea, parece que el país sale por fin del ostracismo generalizado.
El vino corre parejo a estos avatares: se produce una gran eclosión de bodegas; las caducas cooperativas, que durante años fueron el motor vitivinícola de la cantidad, se renuevan y apuestan por la calidad, cuando no pasan directamente a manos privadas; surgen nuevas denominaciones de origen que, aun con todos sus defectos, fijan normas y controlan producciones; el consumidor deja de pedir un blanco o un tinto y comienza a demandar marcas, zonas e incluso variedades; los vinos ganan en valor económico y ya nadie se asusta por pagar cinco o diez mil de las antiguas pesetas por algunas marcas que toman prestigio; las exportaciones aumentan y ya no sólo por los graneles, sino también por vinos de calidad a precios competitivos… Es la gran revolución cualitativa del vino en España.
Pero, como reza el axioma, no todo el monte es orégano, y, como en toda eclosión, hay embriones fallidos que se apuntan a la moda de subir precios a base de vestir elegantes botellas con diseños ampulosos, pero con contenidos más que dudosos para los precios que pretenden. En su afán por incrementar producciones que atiendan a la creciente demanda, comienzan los desmanes, y con ellos cierto declinar de tanta “alegría” que mete al sector en una peligrosa espiral de grandes stocks a los que hay que dar salida como sea y al precio que sea. La fallida política de tirar precios con el fin de colocar en el mercado una sobreproducción desmedida vuelve a poner al vino español en los mercados internacionales en una situación precaria, donde se vende casi exclusivamente por su bajo precio.
El vino en la burbuja
Ya en el presente siglo, en sus inicios, el ambiente “festivo” que reinaba en la economía española, con la burbuja del ladrillo tomando dimensiones desmesuradas y la banca abriendo el grifo del crédito como si fuese inagotable, aparece un nuevo fenómeno en el sector vinícola: los beneficios del ladrillo inician un desembarco en las zonas vitivinícolas. De repente, y casi de la noche a la mañana, surgen bodegas por doquier, dirigidas por manos inexpertas que piensan en una rentabilidad similar a la de la construcción. El boom de estos recién llegados no hace sino presagiar el pinchazo que, tarde o temprano, iba a producirse. Llega la crisis y con ella el corte del crédito, la deuda excesiva y la quiebra de muchas corporaciones y empresas que habían buscado en el vino el glamour y prestigio social que el ladrillo no daba.
A todo esto hay que sumar el vertiginoso descenso del consumo del vino en España, con una estimación per cápita de 17,25 litros por habitante y año (datos del INE para 2015), lo que nos sitúa a una considerable distancia de países de nuestro entorno, como Francia (46,4 litros) o Portugal (43,8), y casi en la cola de Europa. Toda una paradoja siendo, como ya hemos dicho, el país con mayor extensión de viñedo y uno de los tres mayores productores a nivel mundial.
Así, al final, como casi siempre, el tiempo y el mercado ponen las cosas en su sitio. Las bodegas que hicieron las cosas bien nunca han hecho mejor vino que en la actualidad, mientras que los advenedizos se han visto en la necesidad de vender –o al menos pretenderlo– con el fin de “salvar los muebles”, como vulgarmente se dice. El vino español goza de un merecido prestigio, y los aspectos cualitativos parece que empiezan a tomar relevancia sobre los cuantitativos y las especulaciones. Aparecen grupos bodegueros que se implantan en numerosas denominaciones vitivinícolas, llevando su saber hacer a otras zonas. Y surgen nuevos productores, generalmente jóvenes, que tratan de recuperar patrones de calidad que parecían olvidados, con variedades históricas que en muchos casos habían caído en el ostracismo.
Sólo falta que nuestros gobernantes se tomen el vino más en serio y comiencen a tratarlo como lo que es: un producto que forma parte del patrimonio cultural de nuestro país.
en el monográfico de PlaentAVino
100 cosas que hay que saber para entender el vino actual
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