La Federación Española del Vino, patronal que agrupa a una buena parte de las empresas vitivinícolas, acaba de difundir los últimos datos disponibles del “panel de consumo” que elabora el Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación referidos al consumo de vino. Según esas cifras, correspondientes al periodo enero-septiembre de 2003, el consumo de vino en España sigue su línea descendente se diría que imparable: cayó un 3,2 por ciento sobre el consumo del mismo periodo del año anterior, siendo la caída más acusada fuera del hogar (3,3 por ciento) que dentro (3 por ciento).
El incremento del consumo de vino en el propio hogar, en detrimento de la hostelería, se hace más evidente en el segmento de los vinos con denominación de origen, que caen un 10 por ciento en hostelería, mientras que el consumo doméstico crece en un 5,4 por ciento. El aumento del precio medio de los vinos con denominación de origen, que se cifra en un 10 por ciento, sólo puede explicar en parte ese comportamiento del vino. Sin embargo, la caída del consumo en hostelería es posible que sí tenga que ver con precios y también con servicio.
El del precio del vino en los restaurantes es un tema tal vez recurrente, pero es que sigue siendo una de las facetas importantes en un sector como el de la hostelería, que resulta trascendental por su doble función de escaparate de los vinos de calidad y de canal de venta muy importante. Sin embargo, los datos indican que poco a poco el restaurante va perdiendo peso como escenario de consumo del vino de calidad. El bar, a pesar de la proliferación de bares de vinos, parece un caso perdido, abandonado a los vinos más baratos.
La impresión general es que, poco a poco, también en este sentido se va convergiendo con Europa, donde no dejan de sorprenderse de la enorme cantidad de bares y restaurantes que abren sus puertas en nuestros pueblos y ciudades. A medio plazo, o tal vez no tan medio, se avecina una época de crisis en un sector que parece decidido a exprimir la gallina de los huevos de oro a toda velocidad por la vía de unos precios que se van poniendo a nivel europeo, apoyados de forma clara por el cambio de la peseta al euro.
Hace ya un rato largo que hemos dejado de ver un chato de vino, un café o una cerveza a menos de un euro. Lo que antes eran veinte duritos o 120 pesetas, pasó casi automáticamente a costar un euro o 1,20. Y el problema es que ya va camino de los dos euros sin necesidad de acudir a un establecimiento de lujo; como muestra, un dato de estos días: dos refrescos en el cochambroso bar del restaurante El Castillo, de Atienza, en Guadalajara, cuestan 2,90 euros, casi quinientas de las viejas pesetas.
Esa es una de las claves: en la mayor parte de los casos el precio es igual al de un local de cierta categoría y con un servicio de calidad, pero con demasiada frecuencia sólo el precio responde a ese nivel. Abundan los bares y restaurantes ruidosos, llenos de humos y olores desagradables, con bastas vajillas elegidas por irrompibles, con camareros poco o nada profesionales… ¡y esos lavabos a los que hay que entrar con pinza en la nariz! (lo de la limpieza del aseo es mal endémico: mejor la cuneta que la mayor parte de las gasolineras, que, paradojas, se llaman estaciones de servicio).
El vino (y el café, y la cerveza…) paga el precio político de algunos de los alimentos y también el mal cálculo de los propietarios en la compra de productos perecederos, que perecen sin ser vendidos y alguien lo tiene que pagar. Márgenes del 200 y el 300 por ciento son considerados hasta discretos. Y podrían serlo, si el servicio estuviera en consonancia. En algunos establecimientos de auténtica categoría, como el madrileño Zalacain, con el gran Custodio Zamarra como sumiller, con copas adecuadas y mimo al vino, se pueden tomar vinos incluso más baratos que en tabernas de baja estofa donde la negra uña del camarero ocupa su plaza en el interior de la copa.
El vino hace tiempo que es objeto de lujo en los restaurantes. Los empresarios de hostelería se acomodan en la teoría de que el que va a un restaurante es porque está de fiesta y en día de fiesta no se mide el gasto; nadie, por tanto, según esa teoría, va a dejar de pedir una botella más de vino por un motivo tan plebeyo como que ese vino esté en el restaurante cuatro veces por encima de su precio en una tienda. No ven o no quieren ver que la realidad es muy distinta.
A eso hay que añadir dos factores importantes: las jornadas laborales y los controles de alcoholemia. El vino va desapareciendo de algunos de esos restaurantes de nivel medio-bajo, los que se llenan de oficinistas que tienen jornada de tarde, porque la tarde puede resultar más pesada tras el consumo de bebidas alcohólicas, porque pocos sueldos pueden permitirse una botella de vino diaria al precio de restaurante y por que la calidad media de los vinos de la casa en esos establecimientos suele dejar mucho que desear. Y en las comidas o cenas festivas, el riesgo de conducir tras la ingesta de bebidas alcohólicas (o de dar positivo en un control aunque no se haya bebido en exceso) influye en al menos uno de cada cuatro comensales.
Cada vez es más frecuente que el consumo de los vinos de calidad se refugie en casa: precio, comodidad y, por qué no decirlo, la posibilidad de beber un poco más sin riesgos, propician un paulatino cambio de costumbres que van acercando los momentos del consumo de vino de calidad a los hábitos europeos, lo que significa alejarlo del restaurante. Y mejor no hablar de impuestos para no dar ideas.
Fecha publicación:Febrero de 2004
Medio: El Trasnocho del Proensa
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