Fecha publicación:Mayo de 2006
Medio: Spain Gourmetour
Las uvas de toda la vida y las nuevas, las asentadas mayoritariamente en cada comarca, las minoritarias, la aportación de las principales cepas internacionales y la recuperación de otras que prácticamente habían desaparecido. Lejos de caminar hacia la globalización y el pensamiento único vitícola, las zonas productoras españolas profundizan en sus rasgos personales, proporcionando un jardín multicolor que apenas se está empezando a desarrollar.
El pasado mes de enero, el Instituto Español de Comercio Exterior organizó en Madrid, en el marco del certamen Madrid Fusión, una cata de algunos de los mejores vinos españoles con el título España, un jardín de variedades. Un título sugestivo, pero, además, muy acertado en su descripción del estado actual del viñedo español. Convencidas de que la calidad y la personalidad residen en un porcentaje muy alto en el viñedo, las bodegas españolas de vanguardia miran cada vez más al campo, al suelo y al cultivo, a la producción y, claro, a las variedades de uva. Si hace unos años se fiaba casi todo al trabajo en la bodega, a partir de los años noventa se presta la atención que merecen a conceptos como terruño y variedades. Y, dentro de las variedades, se priman las que están bien adaptadas al terreno sobre las que vienen de fuera, sean variedades de uva, sean clones de las cepas autóctonas seleccionados en vivero.
En los años ochenta, cuando se pusieron las bases para la revolución de los vinos españoles, la variedad Tempranillo, que había demostrado sobradamente sus cualidades en varias zonas, pero sobre todo en Rioja, era considerada la única cepa autóctona apta para vinos que fueran sometidos a envejecimiento. Había otras minoritarias, como Graciano, y se confiaba en algunas poco conocidas, como la castellana Prieto Picudo. Sin embargo, la gran mayor parte de las zonas, en las que abundaban variedades como Garnacha (valle del Ebro), Monastrell (Altiplano Levantino) o Bobal (Valencia), producían vinos de vida corta. En blancos ni se planteaba porque primaban los vinos jóvenes, para consumir en el año, a pesar de que ya había algunos blancos fermentados en barrica y en Rioja se mantenían los clásicos blancos de crianza.
Las “variedades mejorantes”
La supuesta debilidad de las variedades autóctonas hizo que se planteara la necesidad de reforzarlas con la aportación de otras de reconocidas cualidades, que recibieron el calificativo común de “variedades mejorantes”, es decir, destinadas a mejorar las prestaciones de las uvas locales. Era la época de la “invasión” de las más famosas cepas francesas, Cabernet Sauvignon y Merlot en principio, junto con algo de Pinot Noir y Cabernet Franc; más adelante, Syrah y ahora Petit Verdot (en España se elaboró el primer varietal de Petit Verdot del mundo, Dominio de Valdepusa). También hubo un impulso a la expansión de la más reconocida de las nacionales, Tempranillo.
Esas variedades trajeron grandes vinos, que se han consolidado en el mercado y proporcionan sus pinceladas al rico cuadro del vino español, pero trajeron también el riego de la pérdida de personalidad. No hay duda de que son vinos que han de competir con miles de otros vinos elaborados con las mismas variedades en todo el mundo y que aprovechan el indudable tirón comercial que tiene la mención del tipo de uva en sus etiquetas. Pero no es menos cierto que la competencia es feroz, salvo en el caso de los vinos del más alto nivel, que se defienden con calidad y no con recursos comerciales, y que los sectores más exigentes del mercado buscan personalidad.
En los primeros noventa se dio un nuevo giro a los vinos españoles. Y en ese nuevo estilo tuvieron mucho que ver las variedades de uva de toda la vida. La verdad es que todo empezó con los blancos, concretamente ya en los años setenta con la castellana Verdejo y poco después con el descubrimiento de la riqueza que proporcionaban las variedades de Galicia, en especial Albariño, la reina de las uvas gallegas, protagonista casi única de la DO Rías Baixas, pero también Godello, en la DO Valdeorras, y Treixadura, en la DO Ribeiro. Todas ellas son variedades recuperadas después de años de invasión de otras más productivas, en especial la Palomino, que da grandes vinos en Jerez pero sólo es muy productiva en otras zonas.
En el engrandecimiento de Galicia como gran región productora de blancos singulares es emblemático el caso de la uva Godello, una sensacional variedad de uva, que está adquiriendo un relieve impresionante en los últimos años y que estuvo a punto de desaparecer. En 1974 el riesgo era evidente y el Consejo Regulador de la DO Valdeorras y otras entidades de la zona pusieron en marcha el Plan Revival (reestructuración del viñedo de Valdeorras), cuya primera actuación se centró en la recuperación de la variedad Godello. El trabajo se realizó a partir de no más de cuatrocientas plantas dispersas en diferentes viejos viñedos de la región, mezcladas con otras variedades.
Aunque el trabajo con Godello era anterior, sería la cepa Albariño la que tomaría fama y la que serviría de ejemplo para la recuperación del catálogo vitícola tradicional de Galicia. Aunque todavía están en el proceso, con muchas otras uvas aún por desarrollar (Lado, Loureira, Torrontés…) y con todo el capítulo de tintas pendiente (Caíño, Sousón, Ferrón, Loureira Tinta y otras), lo cierto es que el ejemplo cundió en otras zonas españolas.
Tintos modernos
Era el momento en el que los técnicos empezaban a salir de las bodegas para investigar en el campo, buscando primero la adecuación del estilo de los vinos a los parámetros de calidad que se imponían en los mercados internacionales y, luego, el antídoto ante los riesgos de globalización y uniformidad derivados de la adopción de las más famosas uvas foráneas. Desde los ochenta, y aún antes, la DO Ribera del Duero había puesto las bases del nuevo estilo de tintos que triunfaría en los mercados: los vinos estructurados y frutales, con fuerza aun afrontando cierta rusticidad, de la Ribera del Duero eran un contraste acusado frente al estilo imperante de los riojas clásicos, más ligeros y con marcados rasgos de crianza en barrica.
Era la reivindicación de un nuevo estilo pero sustentado también, como el rioja, en la variedad Tempranillo, llamada en la Ribera Tito Fino o Tinta del País. La ascensión de los tintos de la Ribera estaría en el origen de la renovación de los tintos de Rioja. Habían antecedentes en marcas como Contino o Barón de Chirel, pero el camino sería emprendido en los primeros noventa por marcas como Dominio de Conté, San Vicente o Torre Muga y seguido por otros muchos hasta devolver a Rioja el papel protagonista un tanto diluido durante un breve periodo de tiempo en lo que se refiere a estilo de los vinos, no a comercialización, con un liderazgo en ese sentido indiscutido en todo momento.
Los riojas modernos buscaron potencia, fruta, estructura y vigor resistiendo tenazmente a toda aportación foránea. Así se reencontraron con la variedad autóctona Graciano, poco productiva y de ciclo largo, con dificultades para una maduración completa pero que proporcionaba taninos firmes, viva acidez y color intenso y estable, además de ciertos rasgos aromáticos distintivos. Se convirtió con ello en la gran barrera defensiva frente a la Cabernet Sauvignon.
En ese estado de cosas surgió el Priorato. Y en el nacimiento del nuevo Priorato, de la mano de René Barbier y su grupo de amigos (Álvaro Palacios, José Luis Pérez Verdú, Dafne Glorian y Carles Pastrana), había elementos nuevos que se revelarían fundamentales. En el Priorato eran muy mayoritarias las variedades Garnacha y Cariñena, cepas ejemplares en la supuesta falta de energía ante la crianza que se atribuía a la mayor parte del catálogo de uva españolas. Los pioneros del nuevo Priorato llevaron bajo el brazo plantas “mejorantes” de Cabernet Sauvignon, Merlot (poco éxito el de ésta) y las primeras Syrah, entre otras.
En el proceso de renovación pudieron descubrir el auténtico potencial de la zona, de los viejos viñedos “de coster” (plantados en pendientes sin abancalar), de las “llicorellas” (los terrenos pizarrosos característicos) y, sorpresa, también de las variedades de toda la vida, tenidas hasta ese momento por uvas produtoras de vinos desprotegidos ante la oxidación. Se vería primero la finura y la sensación golosa de las viejas plantas de Garnacha y luego la profundidad y sobria elegancia de las de Cariñena. El ejemplo de la DOC Priorato sería un revulsivo para toda la enología de Cataluña, sobre todo en el terreno de los vinos tintos. Varias hornadas de jóvenes enólogos, surgidos de las escuelas de enología en las que se difundían las nuevas doctrinas, han cambiado casi por completo el panorama del vino catalán y han proyectado sus conocimientos a otras zonas..
La investigación con las variedades autóctonas es uno de sus puntos de referencia y a partir de ese trabajo se están revitalizando zonas como la DO Empordá o creando otras, como la pujante DO Montsant. Además, hay movimientos de interés en prácticamente todas, incluida la DO Penedés, donde empieza a moverse el tinto después de años de sinfonías solistas de Miguel Torres o Jean León, y la multicolor DO Costers del Segre, además alguna zona nueva de interés, como la poco conocida DO Pla de Bages.
El país de la Monastrell
Casi al mismo tiempo, al principio de los noventa, en Jumilla, se ponía en marcha la bodega de Agapito Rico, un antiguo técnico, director de exportación y director comercial de una de las grandes casas comercializadoras (al viejo estilo) de la zona. También utilizaría las variedades “mejorantes”, pero el verdadero mérito de Agapito Rico y sus Carchelo fue ser pionero en la explotación de las virtudes de la uva Monastrell, durante mucho tiempo ocultas en elaboraciones rutinarias destinadas a los mercados internacionales de vinos a granel, en los que se sustentaban las zonas productoras de la región levantina.
No era la primera vez que se intentaba traer aires renovadores a Jumilla, pero en esta ocasión la senda de Agapito Rico cuajó y tuvo seguidores (Casa Castillo, Finca Luzón, Casa de la Ermita, Bleda, Olivares, Juan Gil) y en la actualidad Jumilla es una de las zonas emergentes del panorama vinícola español. Tampoco es un caso aislado; en las comarcas próximas, las que se agrupan en el Altiplano Levantino, también hay gran interés: la familia Castaño empieza a no estar sola en la DO Yecla; se ve movimiento en el interior, en la DO Almansa, donde también cuentan con Garnacha Tintorera; la familia Mendoza, en la DO Alicante, entra con su Estrecho en el campo de la uva Monstrell, lo mismo que El Sequé, iniciativa conjunta de Agapito Rico y el riojano Juan Carlos López de la Calle (Artadi) y también cabe incluir en el país de la Monastrell a la parte sur de la DO Valencia, donde se consolida el prometedor Pablo Calatayud y su Celler del Roure, y, algo más lejos, al sur, la DO Bullas, una zona por descubrir donde todavía lucha en solitario Bodega Balcona.
Los renovados vinos de Priorato y Jumilla formaron una especie de pinza que sirvió para reivindicar un estilo de vinos en alza, el estilo mediterráneo: vinos con apurada maduración de la fruta, lo que proporciona taninos bastante redondeados, con mucho cuerpo, noblemente pastosos y sin complejos en cuanto a graduación alcohólica. En esa línea caben los vinos de Baleares, donde marcas como AN o Ribas de Cabrera han llamado la atención sobre un viñedo de gran interés utilizando cepas autóctonas: Callet la primera, Mantonegro la segunda. AN ya es prácticamente monovarietal de Callet mientras Ribas de Cabrera mantiene el refuerzo de las cepas francesas.
También cabe ahí de alguna manera la nueva realidad andaluza, materializada aún de forma incipiente en los tintos de Sierras de Málaga, una denominación de origen nueva y en construcción: nueva por su corta trayectoria (cinco años) y en construcción porque apenas comienzan a andar las nuevas plantaciones, en las que tienen protagonismo las variedades Syrah y Petit Verdot. Antes de llegar a Málaga, en la sierra de la Contraviesa, la formación montañosa que corre paralela a la costa en la provincia de Granada, se podrían ver pronto producciones de alto interés a partir de variedades como Garnacha, Tempranillo, las habituales cepas francesas y la blanca local Vijiriega.
La pinza de Jumilla y Priorato, además, dejaba en el centro las zonas de Valencia, las denominaciones de origen Valencia y Utiel-Requena. Son zonas en las que el protagonismo recae en la variedad tinta característica es Bobal, casi monocultivo en la segunda, algo menos en Valencia, donde convive con blancas, sobre todo Moscatel y también Merseguera, mientras que al sur entra de lleno en el país de la Monastrell. La tinta Bobal ha sido la última reivindicación del viñedo levantino entre las variedades de amplia implantación. Dedicada tradicionalmente a vinos de gran producción, nadie apostaba realmente por ella hasta que llegaron los vinos de Bodega Mustiguillo, tan diferentes a los habituales en el entorno que los responsables decidieron trabajar fuera de la DO Utiel-Requena. Son algunos de los mejores vinos de la Comunidad Valenciana y consiguieron una indicación geográfica singular, la de vinos de la tierra de finca, concretamente de la finca El Terrerazo.
La Garnacha del Ebro
En todas partes el cambio ha sido llamativo, pero donde puede llegar a ser espectacular es en el valle del Ebro. Como en algunas otras comarcas, incluido el propio Priorato, en muchas de las zonas el viñedo era el único cultivo posible, la única planta capaz de producir en las duras condiciones de sequía, que en Aragón, además, se acentúa con el viento frío y seco del norte, el Cierzo, que limita mucho los beneficios de las magras lluvias. En esas condiciones, ni siquiera se arrancaban las viejas viñas plantadas a la antigua, en laderas en las que no era posible otro cultivo.
Así, a finales de los noventa y primeros años del nuevo siglo, cuando se han visto las buenas prestaciones de esa variedad antes denostada, se están encontrando con una riqueza inesperada: las viejas viñas mantenidas milagrosamente por los campesinos que no habían emigrado y que entregaban el fruto en las cooperativas. Estructuras productivas familiares que apenas aportaban nada a las economías de los viticultores y que ahora son la base del descubrimiento de la DO Campo de Borja, una de las comarcas vinícolas más interesantes de Aragón, de los nuevos tintos de la DO Cariñena, donde, además, se empieza a recuperar la variedad Cariñena, que, paradójicamente, casi había desaparecido de la zona que le da nombre. La reivindicada Garnacha ha llegado a llamar la atención incluso en la vanguardista DO Somontano, caracterizada por su apuesta por las variedades foráneas, en la que ha irrumpido la nueva faceta que aporta el tinto Secastilla, de Viñas del Vero. También de viejas viñas casi marginales de Garnacha cultivadas en las faldas del Moncayo es el tinto Mancuso, una de las mejores novedades del vino aragonés y del conjunto de España en los últimos años.
Aguas arriba del Ebro, en Navarra, también se ha llegado a tiempo antes de que las uvas internacionales desplazaran del todo a la mayoritaria Garnacha y las bodegas están empezando a trabajar bien con ella en algunos nuevos vinos tintos de interés, entre los que cabe destacar el tinto Santa Cruz de Artazu, elaborado por una filial de la riojana Artadi, o el Gran Feudo Cepas Viejas de Bodegas Julián Chivite, en el que se combina con Cabernet Sauvignon y Merlot.
En Rioja la uva Garnacha era mayoritaria en la subzona Rioja Baja y en algunas áreas concretas de Rioja Alta, como el valle del Najerilla, donde es utilizada para la elaboración de sus peculiares “claretes”, rosados de poco color de San Asensio, Cordovín y Badarán, que se consumen mucho en la región. La Garnacha de Rioja Baja, que en los años ochenta y noventa cedió mucho terreno a la Tempranillo, también está protagonizando novedades de peso. Fue pionera la familia Martínez Bufanda, con un sorprendente y atrevido reserva varietal de Garnacha, y también Miguel Ángel de Gregorio, autor de Auras y Finca Allende, mira hacia las Garnachas de Rioja Baja, del entorno de Tudelilla o del confín más oriental, el valle del Alhama, para algunos de los Paisajes, una gama de vinos que elabora en asociación con Quim Vila, un destacado comerciante de vinos de Barcelona.
Dos hallazgos en Castilla y León
Son innovaciones que se abren camino en Rioja en el paso del siglo. Por esas mismas fechas tuvo lugar uno de los fenómenos más llamativos del vino español moderno: la eclosión imparable de la DO Toro. Al abrigo de los nuevos estilos que se imponían en los vinos tintos, muchas bodegas de otras zonas se instalaron en la clásica comarca zamorana para explotar la peculiaridad de la uva Tinta de Toro, una peculiar variante de Tempranillo adaptada a las condiciones de la comarca y en no pocos casos, aprovechando los terrenos arenosos, donde no progresa la filoxera, plantada a pie franco.
Sin ir muy lejos en el espacio y mucho menos en el tiempo, el proceso se está repitiendo en la leonesa DO Bierzo. Si en Toro el detonante fue la llegada de casas del prestigio de Bodegas Vega Sicilia o Bodegas Mauro, en el Bierzo fue llamativo el aterrizaje de Álvaro Palacios con sus Corullón Villa y la colección de tintos de pago, y también la más discreta aportación del enólogo Mariano García (Bodegas Mauro) en su colaboración en Luna Beberide o en el magnífico tinto Paixar. En el Bierzo el descubrimiento es la variedad Mencía, uva característica del valle del Sil que daba vinos ligeros, poco aptos para la crianza. Como en todas partes, había antecedentes que discutían esa supuesta debilidad (los tintos Valdeobispo que elaboró en los ochenta Francisco Pérez Caramés).
El perfil actual de los mejores tintos de la DO Bierzo ha llegado cuando los nuevos elaboradores han recuperado las viejas viñas de ladera, a veces en lugares cercanos a los mil metros sobre el mar, tan escarpados que se han recuperado sistemas como el cultivo con animales y las mulas vuelven a marcar su silueta en el paisaje berciano, mientras los productivos viñedos del fértil fondo del valle siguen dando los vinos débiles que se impusieron en los años de la producción industrial.
Otra cepa castellana que promete grandes cosas es la Prieto Picudo, característica de la zona del Páramo Leonés, donde se encuentran las nuevas zonas calificadas en 2005 como VCPRD de Tierras de León y Benavente-Los Valles. Era utilizada tradicionalmente para la elaboración de unos peculiares rosados ligeramente chispeantes y, por ellos, se suponía que era poco adecuada para tintos. Ya hace tiempo que se ha demostrado y ahora se empieza a explotar su espléndida aptitud para vinos de crianza, con estructura poderosa y una acidez más viva que la que es capaz de proporcionar la misma Tempranillo, aunque tal vez más rústicos, todavía sin lograr la finura que es capaz de desplegar la Tempranillo.
Esas cualidades “descubiertas” en tantas variedades autóctonas en realidad lo que ponen de relieve es la deficiente explotación del viñedo durante muchos años. Tal vez no había los medios ni los conocimientos para extraer esas virtudes ocultas. O, tal vez, la producción se orientaba a la cantidad más que a la calidad. El panorama ha cambiado completamente y la superior preparación de técnicos y bodegas está sacando a la luz un auténtico jardín de variedades y una gama de vinos con una sensacional gama de matices. Y el proceso no ha hecho sino empezar.
Cuestión de genes
El creciente interés por la gama de variedades autóctonas y el estudio más profundo de sus cualidades está poniendo de relieve facetas desconocidas. La adaptación de las plantas al entorno a los largo de muchas décadas proporciona cualidades que parecen cerradas a las plantas cultivadas en viveros, con selección clonal y libres de virus. A veces se considera que incluso la propia enfermedad, ciertas virosis, contribuyen a limitar la producción y a dar personalidad a los vinos. En otras ocasiones, la adaptación al medio ha dado lugar a subvariedades que son reivindicadas por los enólogos de vanguardia.
Un caso ilustrativo es el de la Tinta de Toro, una variante de Tempranillo que tal vez fuera el origen de la repoblación de amplias zonas del Duero tras la filoxera; amplias áreas de Toro son inmunes a la plaga y con material de esas viñas se pudo sustituir hace un siglo el viñedo afectado en toda la región del Duero. En la Ribera del Duero, se llama la atención sobre lo que en la zona denominan “Aragonés”, el tipo de Tempranillo cultivado en algunos de los mejores viñedos clásicos. Un proceso similar está ocurriendo en la DOC Priorato, donde se distingue la llamada “Garnacha del País”, la de las viñas más viejas, frente a la Garnacha plantada en épocas en las que se buscaba mejorar la producción o frente a las que llegan ahora preparadas en los viveros. En Rioja, la familia Eguren reivindica el “Tempranillo Peludo”, una variante de Tempranillo al parecer exclusiva del entorno de San Vicente de la Sonsierra, que es la empleada en su famoso tinto San Vicente.
Las que vienen
La búsqueda de nuevas sensaciones, de vinos de un relieve distinto, está dando lugar a ensayos de enorme interés que ya empiezan a dar de qué hablar en diferentes zonas. Dos son las grandes despensas de variedades en España: Galicia, que aún no ha explorado sus cepas tintas y no pocas de las blancas, y Canarias. El archipiélago fue estación de aclimatación de cultivos que viajaban de Europa a América, como el viñedo, y en sentido contrario. Esa función ha hecho que los viñedos canarios atesoren toda una colección de viejas variedades que aún no han sido del todo catalogadas y contrastadas. Sus zonas productoras están aún poco desarrolladas y apenas han empezado a explotar ese yacimiento varietal.
En otras zonas españolas van destacando poco a poco trabajos con variedades locales. En un recorrido somero cabría comenzar por Castilla y León, con variedades aún poco conocidas, como la Prieto Picudo del Páramo Leonés, la también tinta Juan García de los Arribes del Duero, calificada también el pasado año como VCPRD, o la Rufete de más al sur, de la Sierra de Salamanca. A orillas del Ebro, en Rioja, siguiendo la senda emprendida con uvas como Graciano o Mazuela (Cariñena), se investiga con viejas variedades locales, como Maturana, con versiones tinta y blanca, e incluso con accidentes, como la Tempranillo Blanca, mutación descubierta a finales de los noventa.
En Aragón cabe destacar la Parraleta, autóctona del Somontano, cuya poderosa estructura y escasa productividad contrasta vivamente con los rendimientos y la ligereza de la otra autóctona, la también tinta Moristel. En Cataluña también se busca recuperar viejas variedades, como Sumoll, cepa muy productiva que aún queda en el Penedés. En esa labor de recuperación destaca el trabajo de investigación que se realiza en la firma Miguel Torres, plasmada ya en uno de sus vinos de selección, Grans Muralles, en el que participan uvas autóctonas poco frecuentes como Garró y Samsó.
En Valencia, Pablo Calatayud cuida con mimo sus plantas de Mandó, de la que se dice que es una variedad de Garnacha. Y en las islas Baleares, la recuperación de la tinta Callet, a partir de plantas dispersas en viejos viñedos, tendrá continuidad con otras. En la firma Hereus de Ribas han elaborado una muy limitada producción de las dos primeras cosechas de su varietal de Gargollassa, la uva que era mayoritaria en amplias zonas de Mallorca antes de la llegada de la filoxera, hace un siglo. Galicia (Loureira, Caíño, Lado), Canarias (Gual, Malvasía) y zonas como la Alpujarra granadina (Vijiriego) parecen un buen vivero de variedades a estudiar.
El reto de los blancos
España aprecia los tintos y proyecta imagen de productora de buenos vinos tintos, pero en su viñedo hay más uvas blancas. Las grandes superficies y mayores producciones de Airén, Palomino, Cayetana y otras van parejas con su escaso relieve. Con las espectaculares excepciones de las uvas gallegas Albariño, Treixadura y Godello o la sobria elegancia de uvas como Verdejo (la Verdejo de antes; ahora le descubren fragancias sorprendentes) o Xarel•lo (uno de los hallazgos recientes en Cataluña para blancos tranquilos tras muchos años de aplicación en los cavas; sus versiones Pensal mallorquina y Pansá Blanca de Alella ya daban la cara hace tiempo), las uvas blancas españolas están aún en una fase similar a la de los tintos de hace veinte años: parece que necesitan el apoyo de otras variedades.
El capítulo de los blancos aún no ofrece un desarrollo equivalente al de los tintos, por la peculiar estructura del mercado español, que bebe poco blanco, y por las escasas prestaciones que hasta ahora se han descubierto en las variedades locales. La elaboración (levaduras seleccionadas, fermentación en barrica) y la aportación de uvas foráneas (sobre todo Chardonnay, también Sauvignon) o la aromática Moscatel local (o ambas: un buen Barón de Ribero malagueño es una muestra) parecen las principales alternativas para dar lustre a los blancos hispanos.
Sin salir de las variedades españolas, hay movimientos migratorios de la Viura del Ebro hacia la zona centro; de Verdejo, que se ensaya en distintas zonas, y hasta la propia Albariño, de la que hay plantaciones en Cataluña (Raimat, Miguel Torres), en el centro (sierra de Gredos, al sur de Ávila, en la frontera de las dos Castillas) y en la misma costa levantina (Alicante). Los blancos de Moscatel secos son una opción que se plantea con cierta intermitencia.
Hay, sin embargo, síntomas de que las variedades de siempre también pueden dar alegrías. Vinos como Allende, Caudalia, Muga, Remelluri o la efímera trayectoria de Plácet han descubierto nuevas facetas a la Viura riojana (Macabeo en Cataluña). La Garnacha Blanca, que se da en todo el valle del Ebro y es más abundante en zonas catalanas, está respondiendo bien asociada a Viognier y a otras, como Marsan y Rossan del Ródano o con Moscatel. Sin salir de Cataluña, hay que poner atención a la peculiar Picapoll, de la DO Pla de Bages, que ha dado vinos notables en los dos o tres últimos años. Incluso hay algunos vinos, como Ercavio, Finca Antigua o Señorío de Guadianeja, que llaman la atención sobre el inicio de una nueva etapa en los blancos de la zona centro, el primero de ellos con el mérito añadido de sustentarse en la productiva uva Airén.
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