El plenas vacaciones saltó la noticia de la autoexclusión de Bodegas Guelbenzu de la D.O. Navarra. Toda una conmoción, porque son muchos los que se quejan de la incomodidad que supone vivir bajo el yugo de una denominación de origen y pocos los que las abandonan. Que se sepa, se han ido voluntariamente Raimat, que salió de la D.O. Cava para poder trabajar con las variedades de uva proscritas (se pasó del todo vale a la estrechez por culpa de la guerra del cava, con el uso de Pinot Noir como munición), y pocos meses después Guelbenzu.
La bodega navarra, una de las protagonistas del despertar de esa zona desde hace diez años, argumenta una serie de razones filosóficas para su salida de la D.O. Navarra. Habla de la nula garantía de calidad que ofrecen las denominaciones de origen o las dudosas ventajas en cuanto a imagen para las bodegas que elaboran vinos de calidad que se venden con el mismo sello que otros menos agraciados. Y, en el caso de Navarra, habría que añadir que se ayuda a la promoción de los vinos de la gama baja mientras que los buenos, los que tiran del carro de la imagen común, deben andar solos.
Tiene razón la familia Guelbenzu en esos argumentos, como la podía haber tenido hace meses o hace años. Sin embargo, la auténtica razón, el detonante de la decisión tomada es la imposibilidad de utilizar sus marcas fuera de la D.O. Navarra. Bodegas Guelbenzu ha iniciado el cultivo de viñedo y la elaboración de vinos en Vierlas (Zaragoza) y en el Valle de Colchagua (Chile). La normativa de las denominaciones de origen le impide utilizar su marca en otros vinos producidos fuera de la zona y, en algunas interpretaciones, incluso en productos diferentes al vino. Como si usar la marca de un vino en unas almendras garrapiñadas fuera en demérito del conjunto de la denominación de origen o se aprovecharan las almendras garrapiñadas de la fama de la denominación de origen.
El tema que se plantea es la propiedad de las marcas. La propiedad de una marca no es sólo un asunto económico y burocrático. El pago de los derechos en el Registro de Patentes y Marcas o de la gestión y en su caso protección por agencias especializadas no es el mayor problema. La primera dificultad se encuentra en esa ventanilla y su norma (o la interpretación de la norma), capaz de impedir que un tal Proensa, sin ir más lejos, pueda denominar a una empresa con su propio apellido, ni siquiera anteponiendo la inicial del nombre, es decir, tampoco vale A. Proensa (lo digo por si alguien quisiera intentarlo).
Algo más molesta y puede que bastante más costosa es la larga tramitación necesaria para que se consolide la propiedad de la marca, con los eventuales recursos que puedan surgir por estar registrada no ya la misma marca, sino incluso otra que pueda “sonar” parecida. Hay auténticos profesionales del registro de marcas que mantienen la propiedad únicamente a la espera de que algún incauto caiga en la trampa: no reclaman hasta que el vino tiene un cierto prestigio y luego pleitean con el objetivo de vender más cara la marca. Basta pensar en los problemas que han dado las marcas en Internet para imaginar cómo está el asunto en un campo mucho más reducido y con la “demanda” que tiene el mercado de marcas en el mundo del vino.
La gran dificultad está en encontrar una marca. Para el vino, tal vez en mayor medida que para cualquier otro producto, hace falta una marca sonora y corta, un nombre fácil de memorizar y, a ser posible, que no sea demasiado deformada al ser pronunciada en otros idiomas (en algún caso tiene gracia, como el antiguo “taio pipi” inglés del Tío Pepe, pero hay que imaginar al mismo británico pronunciando Carraovejas, por ejemplo). Además, están prohibidos los nombres geográficos (salvo los de pagos concretos, pero parece mentira la cantidad de veces que se repiten los nombres de parajes y fincas), los demasiado genéricos y una lista de palabras que tienen que ver con la elaboración o crianza del vino. A las dificultades del Registro hay que sumar las que ponen los propios consejos reguladores de las denominaciones de origen, capaces de rechazar una etiqueta no sólo por las medidas de las letras y la disposición de las indicaciones obligatorias (grado alcohólico, contenido, nombre de la zona, razón social de la bodega) sino también porque en opinión del burócrata de turno la imagen de esa etiqueta se parece a la de otro vino.
No es sorprendente que una bodega que haya conseguido salvar todos los obstáculos y sea la feliz propietaria de una marca se sienta incómoda por tener limitado su uso. Sobre todo si ve que la norma no se cumple por todos porque hay quien ha sido capaz de imponer sus derechos adquiridos: es el caso de Marqués de Riscal, con vinos en Rioja (un buen sapo para el reglamentista Consejo Regulador de la D.O.C. Rioja, que también tiene que tragarse el de las plantaciones centenarias de la cada vez más prohibida Cabernet Sauvignon de la misma bodega) y Rueda con la misma marca. Y es que, en la práctica, las marcas pasan a ser propiedad de las denominaciones de origen mientras las bodegas sigan perteneciendo a ellas.
Sumado todo, algunos prefieren prescindir de los supuesto beneficios de la denominación de origen y afrontar las dificultades de los vinos de mesa, que no son pocas: Gelbenzu no podrá citar en modo alguno, salvo por el código postal, el lugar donde se embotella el vino (una dificultad, pero para el consumidor) y mucho menos la procedencia de la uva o del vino, ni variedades de uva, ni cosecha, ni crianza y, en general, nada que no pueda ser controlado y vigilado por un organismo superior. Van a luchar únicamente con la imagen de marca, ganada a pulso en diez años de brillante trabajo en los que sus vinos dieron más de lo que recibieron en su relación con la D.O. Navarra. Que tengan suerte.
Fecha publicación:Septiembre de 2001
Medio: El Trasnocho del Proensa
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