La Rioja es probablemente la región más vinícola de España. Y lo es no por la cantidad de vino que produce, superada ampliamente por otras regiones españolas, sino por el reconocimiento que históricamente recibe la calidad de sus vinos y por la estrecha implicación del vino en la cultura y en la economía de los riojanos.
La Rioja es la principal de las tres comunidades autónomas en las que se reparte la D.O.C. Rioja. En este segmento del curso del Ebro (poco más de 100 kilómetros entre Haro y Alfaro, las más destacadas ciudades de ambos extremos de la Comunidad) se encuentra el 70 por ciento de las 60.000 hectáreas de viñedo con que cuenta la D.O.C. Rioja. Además, en La Rioja se encuentran la mayor parte de las bodegas que hace un siglo y medio pusieron en marcha un estilo de elaborar y envejecer vinos que era nuevo en España en esa época y que ahora caracteriza en gran medida el vino español en los mercados internacionales.
El vino ha estado presente en la vida de los riojanos desde hace milenios y en la actualidad más de 20.000 familias viven directamente del cultivo de la vid o de la elaboración del vino; a esa cifra habría que añadir un importante sector industrial y de servicios relacionado directamente con la producción y comercialización del vino en más de 150 países.
El vino se ha proyectado en todas las manifestaciones culturales de la región, incluido el propio nacimiento del idioma castellano, establecido en unos versos famosos y mil veces reproducidos que escribió Gonzalo de Berceo en San Millán de la Cogolla y que hacen referencia precisamente a “un vaso de bon vino”.
Origen remoto
Diversos autores datan el origen del vino riojano en la época anterior a la dominación romana, hacia el siglo IV y III a. de C., cuando griegos y fenicios remontaban el Ebro, entonces navegable hasta Calahorra, en las puertas de La Rioja, para comerciar con los antiguos pobladores dela región (berones, autrigones, carisios y otros pueblos). Sin embargo, los primeros testimonios documentados de la producción de vino en La Rioja se sitúan mucho después, en el siglo V de nuestra era. Precisamente a finales de esa centuria se sitúa el milagro de san Millán, un monje que multiplicó el vino de un sextario para aplacar la sed de sus fieles.
Aunque no existen noticias al respecto, la producción de vino se mantuvo previsiblemente en los siglos posteriores y se intensificó en las comarcas que atravesaba el Camino de Santiago, que recorre La Rioja desde la capital, Logroño, con hitos como Santo Domingo de la Calzada, uno de los puntos fuertes de la ruta jacobea. El Camino de Santiago se pobló de establecimientos religiosos, preferentemente de órdenes monacales procedentes de Borgoña, que traerían su técnicas de elaboración de vinos y darían un fuerte impulso a la producción. También sitúan algunos en esa circunstancia la llegada de la variedad Tempranillo, a la que suponen emparentada con la borgoñesa Pinot Noir.
Al final de la Edad Media los grandes centro productores de vino riojano se situaban precisamente en el Camino de Santiago, con Logroño como centro más importante y destacados viñedos en Nájera y Santo Domingo de la Calzada. Haro ya se perfilaba como una de las comarcas importantes del vino riojano, lo mismo que el oriente, Alfaro y Calahorra.
Las viñas y las bodegas abastecían el consumo propio de la región en un régimen poco menos que de economía familiar, si bien se encuentran algunas citas sobre el “vino para vender” en los siglos XIV y XV. La vocación de internacionalidad del rioja se iniciaría hacia el siglo XVI, cuando los cosecheros de Logroño comenzaron a enviar partidas de vino a los Países Bajos.
Un país vinícola
En el siglo XVII el vino era una de las principales actividades económicas de la región, resistiendo incluso a la profunda crisis económica que afectó a la economía española en ese siglo y a la presión del cultivo de cereal. Precisamente, la necesidad de cultivar cereal hizo retroceder el cultivo del viñedo en algunas zonas, como la Rioja Baja y el área de Nájera y Santo Domingo de la Calzada, al mismo tiempo que se impulsaba hasta convertirse casi en monocultivo en áreas como Haro y su entorno o, al otro lado del río, en la comarca de la Sonsierra.
El proceso de especialización tuvo continuidad en el siglo XVIII, una década de fuerte expansión del viñedo en La Rioja en la que, sin embargo, esos centros vinícolas otrora importantes, especialmente Santo Domingo de la Calzada y amplias áreas de Rioja Baja, optaron por el cultivo de cereales. Un dato ilustrativo de esa especialización vinícola es el hecho destacado por el marqués de la Ensenada, ministro de la Corona de origen riojano, de que en el siglo XVIII en la ciudad de Logroño no existían tabernas, ya que en los portales de cada casa se ofrecía vino para la degustación y venta.
El siglo XIX fue al mismo tiempo crucial y difícil para el vino de La Rioja, como lo fue para la propia historia de España. Se inció la década con una profunda crisis y con la guerra contra las tropas francesas de Napoleón, que se prolongó entre 1808 y 1814, que fue seguida de las sucesivas guerras civiles por la sucesión del torno español, las llamadas “guerras carlistas”, que tendrían en el valle del Ebro uno de sus principales teatros de operaciones.
Además, había que sumar la preocupación que se extendía en la zona por mejorar la calidad de unos vinos que tenían fama de viajar mal y de tener una vida muy corta. A mediados del siglo XIX se dieron los primeros pasos sólidos para adoptar en las bodegas riojanas las técnicas de elaboración y crianza que se aplicaban en las zonas más prestigiosas de Francia y que años antes habían intentado importar gentes como Manuel Quintano o el marqués de la Ensenada y que habían fracasado por la etapa de depresión económica que vivía el país.
Nace el rioja moderno
El cambio fue consecuencia precisamente de las convulsiones políticas que sufrió España en esos años. Luciano de Murrieta, marqués de Murrieta, fue uno de los pioneros en la implantación de esas nuevas técnicas. Era uno de los oficiales del general Espartero, militar liberal al que acompañó en su exilio en Londres, donde trabó conocimiento con los vinos de Burdeos y se interesó por sus sistemas de elaboración. A su vuelta a España, aplicó lo aprendido en los vinos que elaboró en la casa Espartero, en el centro de Logroño, que comenzó a vender en 1852. En 1870 se trasladaría a la Finca Ygay, a 5 kilómetros de Logroño, donde está situada la actual Bodegas Marqués de Murrieta, que en 1982 dejó de ser propiedad de los herederos de Luciano de Murrieta.
La iniciativa renovadora del marqués de Murrieta y de otros ilustrados de la época, como el marqués de Riscal, en Álava, el conde de Hervías o Félix de Azpilicueta, se vería favorecida por una coyuntura inesperada: la llegada al viñedo europeo de sucesivas plagas a americanas. A partir de 1950 se fueron sucediendo distintas plagas (mildiu, oidium) que culminaron con la catastrófica filoxera, que arrasaría el viñedo europeo entre los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX.
Esas plagas hicieron su aparición en primer lugar en Francia, donde sus efectos fueron más serios, ya que para cuando traspasaban los Pirineos los técnicos franceses ya habían descubierto un remedio para combatirlas. Mientras tanto, la mermada producción vinícola francesa tenía que ser complementada forzosamente con vinos de otras procedencias y La Rioja fue uno de los puntos elegidos para ello.
Se produjo así en el último tramo del siglo XIX una etapa de gran pujanza con la llegada de firmas francesas que se instalaron al sur de los Pirineos para elaborar vinos al gusto de sus mercados y con la creación de otras firmas por parte de empresarios españoles, bien de la propia zona productora, bien industriales de otras regiones, vascos sobre todo, que fundaban bodegas en La Rioja. En esa época se adoptó definitivamente el sistema bordelés de elaboración y crianza de vinos, el “método Mèdoc”, lo que dio lugar a la creación del estilo de vino de Rioja que dio fama y prosperidad a la región.
Las nuevas bodegas mostraron especial predilección por la ciudad de Haro, sobre todo tras la apertura de la línea de ferrocarril Haro-Bilbao, que dio lugar al llamado Barrio de la Estación, formado por bodegas que se situaban cerca de la estación de ferrocarril e incluso contaban con andenes de carga propios para los trenes de mercancías. En esa etapa se fundaron las que hoy son conocidas como las “bodegas centenarias” de Rioja, muchas de las cuales siguen en activo regentadas por los descendientes de sus fundadores.
Esa etapa de prosperidad se dio no sólo en La Rioja, sino también en otras zonas vinícolas del norte y centro de España, incluso en las islas Baleares. Sin embargo, en ninguna se consolidaron los nuevos sistemas de forma tan sólida como en La Rioja. Tras la recuperación del viñedo francés y el paso de la filoxera por España (en La Rioja se declaró en 1902, afectó al 85 por ciento del viñedo y se dio por concluida la replantación en 1922; la superficie de viñedo pasó de 52.592 hectáreas en 1902 a 23.555 en 1922), muchas otras comarcas entraron en recesión.
Filoxera y consolidación
En La Rioja, por el contrario, la mayor parte de las bodegas resistieron la crisis de los primeros años del siglo XX y nuevos empresarios se hicieron cargo de las que vendían los inversores franceses que volvían a su tierra. Además, se aprovechó la replantación para modernizar el viñedo, introduciendo nuevos marcos de plantación que permitieran una mejor mecanización. El lado negativo es que también se perdió una buena parte de la riqueza en cuanto a variedades de uva, optando muchos agricultores por cepas más productivas o más resistentes a las plagas.
El mapa del viñedo riojano quedó más o menos establecido en los límites actuales, con la pérdida definitiva de importancia vinícola en zona como la comarca de Santo Domingo de la Calzada y otras, que optaron por el cereal y otros cultivos. En las décadas de los veinte a los sesenta, la trayectoria del vino de La Rioja transcurrió entre largas crisis, como la de la guerra de 1936 a 1939 y la larga posguerra, en la que se interrumpió casi por completo la venta de vino a Francia y a Alemania, y cortos períodos de bonanza, como la magnífica campaña del ’31 o el paso de los cuarenta a los cincuenta, en los que hubo una espectacular recuperación de las exportaciones a Francia.
En ese período también se consolidó la Denominación de Origen Rioja, que se puso en marcha en 1926 y tuvo unos inicios no muy brillantes. El Estatuto del Vino de 1932 daría una nueva dimensión al Consejo Regulador de la D.O. Rioja y fue la ley que reguló las denominaciones de origen (una de las escasas leyes republicanas que no fue derogada al final dela guerra) hasta la promulgación del Estatuto de la Viña, el Vino y los Alcoholes, la Ley del Vino de 1970. No obstante, la D.O. Rioja fue reformada en 1947, 1953, 1956 y 1964.
El año 1970 es tenido como un hito importante en el devenir del vino de La Rioja. En la década que finalizaba, la etapa del desarrollismo en España, se había incrementado de forma notable el consumo de vino de calidad. En los sesenta el vino embotellado (en botella de litro) sustituyó en amplias zonas, sobre todo urbanas, a los viejos graneles como vino de consumo diario. En los días de fiesta, cuando se podía gastar algo más, se elegía un vino de marca. Y en esos momentos las únicas marcas eran las de las veteranas bodegas riojanas y poco más.
El crecimiento de las ventas animó la creación de nuevas bodegas, muchas de ellas de tamaño considerable. Era la generación del ’70, capitaneada de alguna manera por Marqués de Cáceres, que pronto se convertiría en la marca de rioja más famosa, pero que tuvo los antecedentes de Bodegas Campo Viejo, fundada en 1963 por Savin, casa guipuzcoana de vino de mesa, y Age Bodegas Unidas, hoy Bodegas Age, en la que participaron las bodegas del marqués del romeral y de Félix Azpilicueta.
Etapas de expansión
Con esas bodegas de la generación del ’70 se produjo el despegue comercial de los vinos de la región y del nombre de Rioja como referencia del vino de calidad español, a salvo de los históricos vinos de Jerez, que merecen consideración aparte. Al mismo tiempo, se abría paso un nuevo tipo de vino de Rioja que calaría hondo en amplias capas de consumidores y serviría de punto de referencia durante muchos años a la mayor parte de las zonas productoras de tintos españolas.
En ese año emblemático, el de una cosecha que fue considerada mítica a pesar de que su calificación fue sólo de “muy buena”, por debajo de las “excelentes” del ’64 o del ’82, se puede situar también un cierto cambio en la tendencia histórica. Si desde la lejana filoxera el vino riojano había progresado a saltos, con fases de rápida expansión intercaladas en largo periodos de estancamiento o retroceso, a partir de los setenta las crisis se hacen menos profundas y más cortas y constituyen más bien una excepción en una trayectoria de signo ascendente.
Eso no quiere decir que no sigan produciéndose saltos, que suelen acompañar a periodos de bonanza económica general en España y también en el ámbito internacional. Así, hay que señalar los años centrales de la década de los ochenta como una etapa en la que se produce un crecimiento espectacular en el número de bodegas, las de la generación del ’85, o los últimos noventa, en los que se rompen todas las marcas de venta de vinos de Rioja.
Mientras tanto, se produce una nueva reforma de la D.O. Rioja, que el año 1991 se convierte en la primera denominación de origen calificada española, lo que acarrea cambios trascendentales, como la obligación de comercial todo el vino embotellado en origen. En los noventa, además, hay otro cambio menos llamativo pero más profundo: surge toda una nueva generación de jóvenes elaboradores que van a escenificar la reacción del rioja frente a la pujanza de otras zonas españolas.
Los nuevos riojas, con más estructura y potencia, buscan reflejar la personalidad de la variedad dominante en la zona, Tempranillo, investigan con las uvas minoritarias y vuelven a revolucionar el vino de la región con un estilo nuevo. Los elaboradores vanguardistas vuelven sus ojos al viñedo, reaccionando frente a una filosofía que ponía el acento en la bodega. Si el viejo estilo tenía al viñedo poco menos que como un mal necesario y fiaba todo a la elaboración y, sobre todo, a la crianza, los nuevos riojas surgen del conocimiento profundo del viñedo de procedencia, de la selección de pagos, de unos sistemas de cultivo que priman la calidad por encima del rendimiento y de la aplicación de las técnicas de elaboración más vanguardistas.
El siglo XXI se inicia como una etapa de consolidación de ese nuevo estilo en las gamas más altas de los vinos de La Rioja, que se han situado con derecho propio entre la elite de los vinos más prestigiosos del mundo. Los próximos años verán como esa nueva filosofía se extiende a los vinos de gran consumo, que paso a paso se van adaptando a las demandas de un consumidor que también tiene un perfil totalmente nuevo.
Como ha ocurrido siempre en el vino de La Rioja las nuevas tendencias se van imponiendo paulatinamente y no desplazan del todo a los vinos del viejo estilo, que siempre encuentran un consumidor fiel. De esa forma, el vino de La Rioja es tanto el joven tinto de cosechero como el blanco frutal, el rosado fragante como el blanco fermentado en barrica, el tinto de larga crianza, maduro y suave, como el vigoroso y potente, el más ligero como el más corpóreo. Ahí precisamente radica la grandeza de una de las regiones vinícolas más importantes del mundo.
Fecha publicación:Junio de 2004
Medio: Viandar
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