Nadie duda ya de que la temperatura es un factor importantísimo a la hora de apreciar las cualidades de un vino. Tanto que puede ser la diferencia entre disfrutar de un vino o padecerlo. Por eso sorprende mucho el descuido con que se trata ese aspecto vital del servicio, tanto en los momentos más lúdicos, es decir, a la hora de ser servido en un restaurante o en un bar, como en los momentos más profesionales, es decir, en el transcurso de catas. En no pocas ocasiones hemos podido asistir a catas, incluso organizadas por las propias bodegas, en los que se ha descuidado ese aspecto. Eso es muy frecuente y hasta cierto punto comprensible en ferias y exposiciones, pero sorprende más cuando ocurre en las propias bodegas. Descuido o fe ciega en las cualidades de su vino, a saber.
Sin embargo, es escandalosamente frecuente que los restaurantes, que suelen contar con cámaras específicas para que carnes, pescados u hortalizas se guarde a sus respectivas temperaturas idóneas, no cuenten con su equivalente para el vino. Una cámara cualquiera suele ser el lugar de residencia de blancos, rosados, espumosos y finos, mientras que los tintos acostumbran a ser alojados en un botellero, en el mismo comedor, expuesto a cambios de temperaturas, ruidos, perfumes, humos y humores diversos. Y luego se cobran como si hubieran estado en condiciones.
En este aspecto hay que tener muy en cuenta las temperatura del vino y la temperatura ambiente del lugar en la que va a ser servido. Es imprescindible distinguir entre temperatura de servicio y temperatura de consumo; la primera ha de ser siempre más baja que la segunda, en función de la temperatura del comedor. Hay que tener en cuenta que un vino blanco servido a 6 grados en un comedor a 22 grados toma dos o tres grados prácticamente en el mismo momento de servirlo.
Si el ambiente es cálido, de más de 20 grados, conviene servir menos vino para que el consumo se realice siempre a una temperatura cercana a la idónea. Hay que ser inflexible y corregir en los camareros esa fastidiosa costumbre de rellenar una copa no del todo consumido, a veces mezclando vinos de diferentes botellas. De esa forma se consigue, primero, que el vino nunca esté a la mejor temperatura y, segundo, que tal vez el contenido alterado (por corcho, mala evolución o la razón que sea) de la segunda botella arruine el vino magnífico que había en la primera.
Lo de las temperaturas idóneas, como casi todo, va en gustos. En principio, ningún vino merece ser consumido a más de 18-19ºC, y, por tanto, servido a 16-17; a esa temperatura es como resulta más placentero cualquier tinto con crianza, mientras que a un nivel más alto destila demasiado alcohol, que entorpece la apreciación de otros aromas; el problema es que, acostumbrados a otras temperaturas, la mayor parte de los consumidores percibe que el vino está frío. En el otro extremo, a menos de 6 grados es muy difícil poder apreciar los aromas de un vino, precisamente porque no hay evaporación y, con ella desprendimiento de aromas, lo que en según qué vinos no deja de ser una ventaja.
En cualquier caso, lo recomendable siempre es pecar por defecto, por una temperatura demasiado baja, que por exceso. Un vino algo frío puede alcanzar su temperatura con un rato de permanencia en la copa y un poco de paciencia, mientras que ya se puede soplar la copa lo que se quiera si el vino está demasiado caliente que el resultado será el mismo: la única circunstancia en la que el vino merece ese horroroso sinónimo de caldo.
Fecha publicación:Marzo de 2003
Medio: Señorío de Nava
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