Fecha publicación:Marzo de 2005
Medio: Sobremesa

 

Todo por la singularidad. El vino de vanguardia se ha salido de los carriles establecidos y ha ido asimilando los cambios en la elaboración y la crianza, las nuevas técnicas enológicas y agrícolas, las variedades foráneas y las mejoradas versiones de las autóctonas. Una nueva corriente se une a todas ellas: la recuperación, a veces resurrección, de las uvas más minoritarias. Es como un tesoro olvidado que empieza a salir a la luz.

La persecución gratuita del más difícil todavía está llevando a algunos enólogos a perpetrar no pocas barbaridades, casi siempre con el único objetivo de preparar algo así como el triple salto mortal con tirabuzón que lleve a una bodega a ocupar un espacio en los medios especializados. Sin embargo, también hay una corriente, que puede ser calificada como de más noble, de búsqueda de nuevas vías de calidad y de la anhelada personalidad. En ese sentido hay que interpretar la investigación con variedades de uva autóctonas que ha traído etapas de esplendor desconocidas a variedades que hasta hace unos pocos años eran poco menos que repudiadas.

En una primera fase, la renovación de las variedades estuvo claramente impuesta por la necesidad. Los tipos de uva dominantes en la mayor parte de las zonas habían sido adoptados con objetivos claramente diferentes de los actuales. La obtención de vinos de cuerpo, grado y color para ser vendidos a granel o bien el puro rendimiento en viñas cuya producción era dirigida directamente hacia la destilería eran lo habitual en un viñedo que se fue empobreciendo paulatinamente al mismo ritmo que se especializaba en esa producción industrial.

Eran vinos de circulación rápida, concebidos y producidos para la mezcla y el transporte a granel, en cisternas, y no para la crianza. En consecuencia, su capacidad de envejecimiento preocupaba más bien poco. Cuando llegó la hora de mejorar la calidad, una necesidad ante el desarrollo de la cultura vinícola entre los consumidores y la caída espectacular del mercado de los vinos de pasto, las principales zonas productoras se encontraron ante el abismo.

Hubo que renovar todos los conceptos. Se comenzó por las bodegas de elaboración, amuebladas con acero inoxidable y equipos de frío a un ritmo espectacular en prácticamente todas las zonas de España. No era suficiente y se trajeron las llamadas “variedades mejorantes”, en especial Cabernet Sauvignon, destinadas a reforzar a las cepas autóctonas, consideradas “oxidativas” en su mayor parte.

Con la tecnología y la aportación de las nuevas variedades se mejoró de forma notable el nivel medio de calidad en amplias comarcas. Sin embargo, se trajeron también algunos nuevos defectos (superproducción en viñedos generosamente regados, maduraciones incorrectas que trajeron el famoso pimiento verde, vinos-piedra de difícil consumo por sus marcados taninos verdes) y, en todo caso, se mostraron claramente insuficientes para obtener vinos de primera línea mundial. Entre otras razones porque el mundo buscaba antídotos contra la sobredosis de cabernets y chardonnays.

Esos antídotos ante lo que algunos consideran una plaga comparable a la de las algas japonesas que invaden el Mediterráneo, estaban en las variedades autóctonas. El mundo, al menos en los segmentos más sofisticados del mercado, buscaba nuevas sensaciones y reivindicó los vinos de nuevas variedades. Se impulsaron primero las Tempranillo, Sangiovese o Touriga Nacional; o las Malbec, Zinfandel o Carmenet, que hacen las veces de uvas autóctonas en los países del Nuevo Mundo. Enseguida se profundizó en la investigación de otras.

En España se señaló rápidamente a la tinta Tempranillo como la uva de mayor calidad de las que se cultivan en España, favorecida por su trayectoria en Rioja y por sus buenas prestaciones en la cuenca del Duero. Adquirió rango de variedad representativa del vino español y llegó a tomar en algunas regiones (Levante, valle del Ebro, áreas de la Meseta e incluso en zonas de Cataluña) un papel invasor equivalente, aunque en menor intensidad, al de las llamadas “variedades mejorantes” forasteras.

Esas nuevas variedades acarreaban también la importación de nuevas filosofías de trabajo que, aplicadas a las uvas autóctonas, dieron una nueva dimensión a los vinos de muchas zonas productoras. Así, han ido revitalizando su imagen variedades como Monastrell, Garnacha, Mencía o Bobal y se han “descubierto” otras, como Graciano, Cariñena, Prieto Picudo o Moristel, al mismo tiempo que se inicia un proceso similar con las variedades blancas.

En este capítulo de las uvas blancas, la auténtica reserva de cepas de rasgos singulares es Galicia. La fiebre de la uva Albariño, iniciada en el paso de los setenta a los ochenta por el vino de Santiago Ruiz, abrió el camino para la recuperación de las uvas autóctonas gallegas. Uvas como Loureira, Caíño o Torrontés acompañaron tímidamente a la estrella y aún hoy apenas se empiezan a desarrollar vinos sustentados en ellas.

Otra cosa bien distinta ocurre con Treixadura, la uva típica del Ribeiro, y, sobre todo, con Godello, la variedad más característica del valle del Sil, recuperada por el plan Revival (Reestructuración del Viñedo de Caldeorras), puesto en marcha a mediados de los setenta. La uva Godello, la única que hace frente a la fama de la estrella Albariño, resucitó a partir de únicamente cuatrocientas plantas supervivientes de la invasión de la productiva Palomino o de los célebres híbridos productores directos y hoy es el sustento de la D.O. Valdeorras, además de la esperanza de la vecina D.O. Bierzo, que es como el negativo de Valdeorras, con el triunfo de la cepa Mencía, que no termina de despegar en la comarca gallega, y la escasa relevancia de sus blancos de Godello.

El mismo camino que la Godello podría seguir la variedad Lado, una de las clásicas del Ribeiro. Fue arrinconada (y no es un juego de palabras) por la invasora Palomino de tal manera que ni siquiera forma parte de las variedades reflejadas en el reglamento de la D.O. Ribeiro; da vinos ligeros y con viva acidez e interviene en algunos de los nuevos ribeiros (Emilio Rojo).

Es un ejemplo de lo que ocurre con otras cepas gallegas, entre las que cabe contar las tintas tradicionales (Sousón, Ferrón, Espadeiro, Loureira tinta, Caíño tinto), que son perfectamente desconocidas, con la única excepción (parcial) de la Mencía y de la casi desaparecida Arauxa de la D.O. Monterrei, que es el nombre gallego de la Tempranillo de la cuenca del Duero, a la que pertenece el valle de Monterrei.

Muchas menos alternativas ofrecen las comarcas de la región vecina, Castilla y León, donde la dominante Tempranillo en sus diferentes versiones apenas tiene oposición ni siquiera por parte de las más prestigiosas variedades francesas. La uva Tempranillo ha actuado como invasora en zonas como el Páramo Leonés, una amplia comarca que abarca las zonas de vinos de la tierra de Benavente-Los Valles y Tierra de León, zonas en las que la cepa característica es la tinta Prieto Picudo, tradicionalmente destinada a la producción de rosados (“claretes” en toda Castilla y León) y hoy reivindicada como uva de calidad para tintos de larga vida.

También se están reivindicando otras variedades, como la propia Garnacha, casi desplazada del todo en Toro y Tierra del Vino, o Juan García, del último tramo español del Duero, la zona de Arribes del Duero, donde también se cultiva, en mucha menor proporción, la peculiar Bruñal, a la que algunos emparentan con la portuguesa Touriga Nacional. Más al sur, la también tinta Rufete, es la más característica de la Sierra de Salamanca, en la frontera con Extremadura. Todas ellas resisten a duras penas la presión de las nuevas plantaciones de Tempranillo, lo mismo que los viejos viñedos de Cigales, en los que la mezcla de variedades (Tempranillo, Garnacha. Albillo, Verdejo y otras) proporcionaba desde el campo la fórmula varietal de sus famosos “claretes”.

Las uvas blancas Albillo y Malvasía, que han retrocedido por la pujanza de las tintas en amplias zonas, están siendo investigadas también con la esperanza de ofrecer una alternativa a los blancos de Rueda, sustentados en la uva Verdejo, otra cepa recuperada para el vino blanco de calidad cuando era destinada a la producción de vinos licorosos. La uva Albillo es, junto con la sosa Malvar, apenas un punto más interesante que la manchega Airén, el rasgo de singularidad varietal de la D.O. Vinos de Madrid, donde el viñedo se ha repartido entre Tempranillo, Garnacha y Airén, apenas adornadas recientemente con las uvas francesas de rigor.

Otro tanto ocurre en las comarcas de Castilla-La Mancha, dominadas por la blanca Airén, a la que se buscan sin parar parejas de baile para darle cierto relieve, y la tinta Cencibel, versión manchega de Tempranillo. Allí, las variedades autóctonas alternativas fueron desplazadas a los confines de la región, caso de las Garnachas de Méntrida o la Bobal en las zonas orientales, o bien directamente laminadas, como la manchega Moravia, una uva parece que no muy distinguida en cuanto a calidad que sobrevive en pequeñas cantidades en algunos viñedos viejos y en la normativa de la D.O. La Mancha.

Superviviente de los viejos tiempos de los graneles es la Garnacha Tintorera, una de las pocas uvas en las que la pulpa aparece coloreada, que se cultiva sobre todo en el sureste de Castilla-La Mancha. Apenas se han comenzado a investigar las posibilidades de una cepa que tiene cierta presencia en la zona de Almansa (el varietal Tintoralba) y denominaciones vecinas y que ha sido mejor aprovechada en Portugal (Quinta do Carmo, uno de los mejores tintos portugueses).

La ausencia de alternativas autóctonas de la gran llanura castellana contrasta vivamente con la situación en los dos extremos del valle del Ebro. En Rioja, cerrada a cal y canto a toda influencia varietal foránea, se recuperan algunas de las variedades ancestrales desaparecidas, o casi, en el último siglo. No es sólo el caso de Graciano, que pasó del “gracias, no” a objeto de deseo, encumbrada como alternativa nada menos que a la miss internacional, la Cabernet. Algunos han investigado con los restos de viejas variedades y no falta el aprovechamiento de algunos accidentes.

En el primer caso hay que situar los ensayos con las dos versiones de Maturana, una vieja variedad casi extinguida, de la que ya hay un vino blanco (Viña Ijalba) y se prepara otro tinto (Bodegas Valdemar). En el segundo, la reproducción por parte de la Consejería de Agricultura del Gobierno de La Rioja de la novísima variedad Tempranillo Blanco, una mutación descubierta en 1993 por Nicolás de Gregorio, padre del autor de Aurus y Finca Allende, en una viña familiar de Murillo de Río Leza. La Consejería ha elaborado vinos experimentales y el ensayo es prometedor.

En Rioja parece ser válida cualquier experiencia que sirva para cerrar el paso a las variedades francesas, en especial a la gran proscrita, la Cabernet Sauvignon, que, no obstante, se cultiva en la zona desde hace más de un siglo y medio y fue protagonista de los primeros vinos que adoptaron los sistemas bordeleses a mediados del XIX y cambiaron la historia del vino riojano. Algo parecido a lo que está ocurriendo en Navarra y en amplias zonas de Aragón, dos regiones con dos situaciones bien diferentes, debidas a su diferente grado de desarrollo enológico.

En Navarra los vinos de mejor calidad se sustentan en la influencia de las variedades importadas de Francia o en la aportación de Tempranillo, con algunas experiencias con variedades como Graciano, la moderna reivindicación de la Garnacha o la recuperación de Moscatel de Grano Menudo. La región ha sido siempre muy diligente a la hora de adoptar nuevas variedades: en su día la Garnacha desplazó casi por completo al resto de las variedades y recientemente las nuevas uvas van camino de hace lo propio con la misma Garnacha en algunas zonas.

Esa rapidez no se ha dado en Aragón, donde, tal vez por la ausencia de ayudas oficiales tan importantes como en la región vecina, el cambio ha sido más tardío y menos generalizado. Eso ha dado lugar a la conservación de algunas variedades autóctonas, sobre todo el norte, en el Somontano, donde la invasión de la Garnacha no fue tan absoluta como en las zonas meridionales (en Cariñena casi desapareció la propia uva Cariñena). En la D.O. Somontano se conservaron la tinta Moristel, que no ha dado hasta ahora grandes cosas en solitario, salvo para tintos jóvenes, y Parraleta, escasa y que fue emparentada con la riojana Graciano (parece que, tras analizar nuevas muestras, se desmintió el parentesco) y que, como aquélla, no es muy querida por los viticultores; no obstante, Bodega Pirineos elaboró un varietal de gran calidad, aunque no se repitió la experiencia. También autóctona es la blanca Alcañón, que tampoco parece dar para mucho.

Hay que intercalar todas las reservas mentales posibles a la hora de repudiar variedades que no dan hoy la talla, porque puede ocurrir que de un momento a otro desmientan su fama anterior. Eso ha ocurrido en Cataluña con algunas variedades, lo que ha hecho renovar el afán investigador de unas zonas caracterizadas por su apertura a las novedades.

Así, la uva Xarel•lo, tal vez la más característica de las cepas blancas catalanas, está proporcionando alegrías en el terreno de los vinos tranquilos (Marqués de Alella Clásico, Segura Viudas Creu de la Vit, el viejo Raventós i Blanc varietal o el actual Montserrat Blanc, con Chardonnay). Y en la oculta zona de Pla de Bages, la desconocida Picapoll también empieza a dar una buena cara (Abadal). En lo que se refiere a las uvas tintas, aún no pasó la fiebre de las uvas foráneas, pero hay una nueva reivindicación de algunas de las clásicas más abundantes, en especial Garnacha y Cariñena, por el tirón de los tintos del Priorato, y Garnacha Blanca un poco por necesidad al ser una de las blancas más abundantes en las comarcas meridionales.

Hay que hacer un pequeño inciso para mencionar una variante que se va destacando dentro de cada tipo de uva: el clon. En zonas como el Priorato se pone el acento en un tipo de Garnacha, bautizado como “Garnacha País”, que resulta menos productiva y al parecer mejor adaptada a las características de la zona. El del clon es un tema interesante y más extendido de lo que parece: en la Ribera del Duero se distingue el llamado “Aragonés”, una variante de Tempranillo, y en la propia Rioja algunos (familia Eguren) distinguen el “Tempranillo Peludo”, una singularidad de algunos viejos viñedos.

El tirón de algunas de las variedades catalanas más abundantes apenas se ha notado en las investigaciones para la recuperación de otras autóctonas minoritarias, terreno en el que se distingue la siempre inquieta firma Miguel Torres. En la casa de Vilafranca del Penedés se ensayan docenas de experiencias, con variedades foráneas y también con algunas de esas uvas secretas del panorama catalán. La más destacada en esos ensayos ha sido la uva tinta Garró o Garrut, que participa en el tinto Grans Muralles, una de las etiquetas estelares de la firma, junto con otras cepas de toda la vida, como Garnacha, Monastrell, Cariñena y la tradicional Samsó. Es ésta última otra de las uvas tradicionalmente denostadas y que algunos se empeñan en recuperar para el vino de calidad: Jané Ventura realiza experiencias con Samsó, viejas Garnachas y otras uvas supervivientes del Penedés.

El problema de amplias zonas de Cataluña es el mismo que en Valencia, incluso más acusado en la Comunidad Valenciana. Se trata de comarcas especializadas durante muchos años en la venta de vinos a granel, incluso en mayor medida que las propias comarcas manchegas, ya que son las más cercanas al puerto de Valencia, histórica vía de salida de esos vinos. Las zonas levantinas, además de sus variedades de buen rendimientos (Bobal, Monastrell), ofrecieron la posibilidad de algo así como “graneles a la carta” y plantaron nuevas variedades según necesidades: Tempranillo, Cabernet Sauvignon y Merlot, sobre todo.

Ese carácter acabó casi por completo con las variedades autóctonas, subsistiendo sobre todo las aprovechables por su rendimiento (Bobal, Merseguera) o por la elaboración de vinos tradicionales (Moscatel). Hay alguna excepción, como la un tanto misteriosa uva Mandó, tinta del sur de la D.O. Valencia que está siendo recuperada por Pablo Calatayud en su Celler del Roure. Es la única rareza en una región levantina dominada al norte por Bobal y al sur por Monastrell.

El feudo de la Monastrell, con mayoría absoluta en las comarcas murcianas, se prolonga de alguna manera a ciertas zonas andaluzas. En Andalucía todo lo que no eran vinos generosos podía ser considerado como viñedo marginal y la situación actual de la mayor parte de las comarcas situadas fuera de las cuatro denominaciones de origen es bastante atrasada. Además, las nuevas bodegas que están poniendo en marcha los vinos tintos andaluces se basan en las variedades internacionales contrastadas: Cabernet Sauvignon, Syrah, algo de Cabernet Franc y recientemente Petit Verdot.

Ese retraso en su evolución puede tener la ventaja de que pervivan variedades autóctonas singulares. Las zonas de la costa mediterránea, con los intrincados y viejos viñedos de las Alpujarras, la Contraviesa, La Axarquía o la Serranía de Ronda podrían proporcionar algunas novedades interesantes, como la uva Rome o Romé, que se ensaya en López Hermanos y que tiene dos versiones, tinta en Málaga y blanca en Granada, donde también es denominada Romer. También podría resucitar la legendaria Tintilla de Rota, que algunos hacen pariente cercana de la Tempranillo, y que pervive en dos o tres viñas del marco de Jerez.

Puede haber en Andalucía auténticas reservas de viejas variedades desaparecidas en otras zonas. Pero nunca será comparable al gran vivero que podrían ser las islas Canarias. El archipiélago canario fue durante siglos etapa intermedia de aclimatación de plantas destinadas a ser plantadas en América y recibió todo tipo de variedades. Como quiera que las Canarias quedaron libres de la filoxera, se mantienen innumerables cepas cuyos nombres no siempre suponen una correspondencia con sus homónimas peninsulares.

Esa riqueza varietal oculta, que es evidente en las zonas zonas más recónditas, como la agreste península de Anaga, en la D.O. Tacoronte Acentejo, apenas se encuentra en fase de catalogación, pero ya apunta su enorme potencial en vinos en los que intervienen uvas de nombres tan sugestivos como Vijiriego, Gual, Sabro, las diversas Malvasía, Marmajuelo o Verdello, entre otras muchas.

Deberán seguir el camino emprendido también en las otras islas, en las Baleares, donde, después de coquetear, como todos, con Cabernet Sauvignon y otras foráneas, las bodegas de vanguardia han vuelto a mirar hacia lo que había en casa. Se ha intentado casi de todo con la productiva Manto Negro, que parece resignada a su destino de ser reforzada con alguna “mejorante”, pero la estrella de los últimos años es la Callet, gracias, sobre todo, a los tintos de ÁN Negra Viticultors y en especial al ÁN Son Negre.

Hay más movimiento en las islas, como el intento de devolver a la vida a las legendarias malvasías de Banyalbufar, en la comarca de la Sierra de Tramontana, en Mallorca, o la recuperación de la variedad Gargollassa, que, según los hostoriadores locales, era la uva mayoritaria en toda la isla de Mallorca hasta la llegada de la filoxera. Con esa cepa histórica, desaparecida de todas las listas legales de la comunidad autónoma de las Baleares, se elabora el Sió Contrast, de Hereus de Ribas, presentado en sociedad en verano de 2004.

Paradójicamente, la normativa, que ampara y refrenda (con excepciones) la llegada de variedades foráneas, podría ser el principal obstáculo para la recuperación de las viejas cepas autóctonas. La ley prohíbe la plantación de variedades de uva que no estén recogidas en listas de variedades autorizadas en cada una de las comunidades autónomas. Afortunadamente, la modificación de esas listas viene a ser algo más sencilla que las de las diferentes denominaciones de origen, pero mientras se incorporan a la nómina de las cepas autorizadas, las nuevas plantaciones de las uvas secretas lo son también de uvas proscritas.