Como el flamenco de ida y vuelta o las habaneras, algunos vinos, sobre todo los jerezanos pero no solo ellos, se desarrollaban en largos viejas transoceánicos. Lo que podríamos llamar crianza en barco dio lugar a todo un estilo de vinos del que quedan recuerdos difusos y algún vestigio.
Texto: Enrique Calduch
Se arreglaba aumentándoles el grado alcohólico y el azúcar, pero cuando llegaban a su destino se parecían muy poco al vino que había salido de la bodega. El proceso de oxidación y la influencia de la madera los hacía diferentes, ya que habían envejecido rápido y a las bravas durante la travesía. Mejores o peores, la clave es que eran distintos. Los paladares de los consumidores del otro lado del mar se habían acostumbrado a ellos y no los cambiarían por los vinos originales; pero los bodegueros que los elaboraban y embarcaban vieron en estos vinos la posibilidad de hacer una gama diferente, o de envejecer rápido; así que mandaban los vinos de “paseo” a pasar unos meses en el mar. Así nacieron los llamados vinos mareados, paseados o de ida y vuelta, que se desarrollaron mucho en el Marco de Jerez o en la portuguesa isla de Madeira y que los comerciantes de vinos británicos reconocieron enseguida y los tipificaron balo el nombre de “East India”.
España ha sido desde siempre, y hasta el fin de las colonias americanas, toda una potencia en el trasporte marítimo; y el vino, probablemente la mercancía que más se trasportaba en los viajes de ida. Ya desde los primeros momentos de la conquista de América, empezando por las carabelas de Colón y siguiendo por toda la avalancha de conquistadores y colonizadores, los barcos iban cargados de vino. En primer lugar para abastecimiento propio dentro de la nave, ya que según Enrique García Máiquez, académico de farmacia y estudioso del tema, en los siglos XV y XVI el consumo habitual para los navegantes españoles y portugueses era de 1,5 a 2 litros por persona y día.
El agua se podía pudrir en la navegación, pero el vino, no. Por ejemplo, el fondillón alicantino tenía fama de ser muy bueno contra el escorbuto. Luego, en destino, se consumía por los colonizadores españoles, que tenían en el vino un producto alimenticio más y propio de sus costumbres y gustos. Incluso para los guerreros de primera fila el vino era mucho más seguro para beber que arriesgarse a ingerir agua en una charca donde se podía sufrir una amebiasis.
Un bien codiciado
Cuando se estabilizó la situación, la necesidad de su consumo en las colonias americanas, hizo que junto al vino empezaran a embarcarse cepas para poder plantarlas y desarrollar una producción local. El plan llevaba muy buen camino, incluso se estimuló desde la metrópoli con Carlos V, organizando el primer concurso vinícola que se conoce en la historia, al menos en la de América, que ofrecía el premio de dos barras de plata, con un valor de 300 ducados cada una, al primero que consiguiera hacer vino con una producción mínima de cuatro arrobas en cualquier lugar de Las Indias. Lo ganó en 1560 un tal Pedro López de Cazalla, un andaluz de Llerena, que había montado una finca cercana a Cuzco, en Perú, y que, modesto el hombre, sostenía que lo importante no era la plata, sino el orgullo de haber ganado, según narra Enrique García Máiquez. Los planes se truncaron en 1595 cuando Felipe II prohibió la elaboración de vino en América y que se no sustituyeran las cepas que se iban agostando. Su objetivo era proteger y desarrollar la producción de la metrópoli.
A partir de ese momento las tierras del sur cercanas a los puertos de salida, pero sobre todo las islas Canarias, se convirtieron en una auténtica factoría en la elaboración de vino. Allí paraban los barcos que iban de travesía a cargarse de toneles y bocoyes para abastecer las colonias. Para entonces los ingleses, siempre grandes aficionados al vino y que nunca lo han podido producir en condiciones, ya estaban al acecho, como el famoso asalto del pirata Drake a Tenerife, que dejando a un lado joyas y oro, su único objetivo era el de robar todo el vino que pudiera cargar.
De cualquier manera, las travesías, en barcos de vela, en aquellas épocas, eran largas y el vino sufría, durante el trayecto, todos los rigores de los cambios climáticos, incluidas las altas temperaturas que significaban el paso de los trópicos y el ecuador. Junto a ello el balanceo permanente y la humedad del mar. El vino corría un peligro gravísimo de picarse durante el camino, lo que ya había ocurrido muchas veces; así que era necesario prepararlo. “Para conservar un vino en una travesía larga y en estas condiciones, deben tener un buen contenido en alcohol y en azúcar, es decir debe ser un generoso, explica el profesor José Hidalgo, reconocido enólogo y colaborador de esta publicación. De lo contrario se picaría; y mientras más alejada sea la ruta, el grado alcohólico tiene que ser mayor. El vino en estas condiciones, trasladado en botas de castaño o roble, sufriría un proceso rápido de oxidación en madera, porque el calor propicia la oxidación. Diríamos que sufriría una evolución muy rápida”, concluye.
Un vino nuevo
Nos encontramos un vino distinto al llegar a destino, pero que gusta. Mientras que en origen, los que lo prueban no les desagrada. Cervantes en su obra Persiles y Segismunda, en la comida al príncipe Arnaldo escribe: “Se llenaron las tazas de generosos vinos, que, cuando se trasiegan por el mar, de un cabo a otro, se mejora de manera que no hay néctar que se les iguale”. No es el primero en hablar bien de estos vinos. Plinio, el romano, en el siglo I, cuenta que los “vinos mareados” eran los mejores porque los viajes trasmitían vigor al vino. Pero lo más importante es que descubren un nuevo tipo de vino que pueden utilizar en sus relaciones comerciales, sobre todo con el pujante Reino Unido y con Holanda.
Su forma de descubrirlo ha dado lugar a diferentes teorías. Una, que los vinos se llevaban directamente de lastre y a la aventura. Si se vendían, bien; y si no, se volvían a traer y a su llegada se comprobaba las virtudes de la carga tras la excursión, y la valoración era buena. Esta idea parece complicada, sobre todo por los costes de los fletes. Sería mas sencillo que fueran los propios pasajeros, los españoles que iban a las Américas, los que notaran la diferencia y lo contaran. Incluso los mismos indianos que tras la independencia de las colonias se instalaron en Jerez y comerciaron con vinos, sabían perfectamente las diferencias.
Uno de estos indianos, y su bodega, tienen una curiosa historia sobre vinos de ida y vuelta. Se trata de Agustín Blázquez, una firma de larga tradición en Jerez. Con contrato de por medio, mandan una partida de botas a Filipinas, concretamente a Manila. Al llegar, comprueban que el comprador se ha arruinado y no puede pagar; así que deciden traerse el vino otra vez. Ha sido un pésimo negocio, pero deciden hacer de la necesidad virtud y sacarle todo el rendimiento posible. Ahí nace la marca “Manila Aviejado”, con un precio más alto y considerado una exquisitez.
Los vinos se trasportan en lo que se llama “botas de embarque”, de 500 litros de capacidad, mientras las soleras son botas de 600 litros para poder ir mezclando con el vino de las criaderas. Las soleras de “Manila Aviejado” duraron muchos años hasta que la firma Hijos de Agustín Blázquez pasó a otras manos y la marca desapareció, aunque se dice que todavía queda una botella.
De cualquier manera son los ingleses, el mercado más poderoso de los siglos XVIII y XIX, los que dan con la clave de los vinos mareados, paseados o de ida y vuelta. Comerciantes avezados compraban el vino en Jerez o Madeira y lo trasportaban ellos hasta sus colonias americanas, del norte, el Caribe y a las de Asia. Descubrieron entonces el resultado de la rápida evolución de esos vinos, les subieron el precio para compensar los costes, y definieron un tipo de vino nuevo al que llamaron “East India”. La ruta más habitual era Jerez o Madeira, pasando por Jamaica o Australia y terminando en Londres.
Este estilo de elaboración se han estado vendiendo en Inglaterra durante mucho tiempo; y hay una bodega jerezana, Lustau, que aun tiene una marca East India.”Lo elaboramos en la sacristía de la bodega, comentan Carlos Ruiz y Federico Sánchez-Pece, del departamento de comunicación de la firma, que es el sitio más cálido y más húmedo de toda la casa, para imitar de alguna manera la evolución de estos vinos cuando viajaban en barco.”
Como el estilo de este nuevo vino era negocio, la mayor parte de las bodegas se apuntaban a hacer algunas partidas. En un inventario de González Byass de 1838 encontramos que ”Hay 20 botas de vinos en viaje de paseo a Manila en la fragata Victoria y 8 botas para hacer viaje redondo a Manila, en la Colón”. Viaje de paseo, viaje redondo, los denominaban. Están en el inventario, es decir, que no se han vendido, sino que pertenecen a la casa y están “criándose”. Jesús Anguita, gerente de la Fundación González Byass y responsable de sus archivos históricos, comenta que en los inventarios, hasta 1880 aparecen partidas de los llamados “Choice East India” y que incluso una marca de este tipo de vino aparece como que se provee a la Real Casa, la de Alfonso XIII, lo que a su juicio implica que al menos se elaboraban hasta 1904.
Eran vinos más caros porque había que compensar los costes del flete, pero merecía la pena, y entre los comerciantes del Marco de Jerez se aplicaba la máxima de “Mareado el buen vino de Jerez, si valía cinco vale diez.”
La navegación a vapor, la apertura de los canales de Panamá y Suez, el trasporte en botellas acabó a principios del siglo XX con este tipo de vino. Tan sólo Madeira lo sigue manteniendo, con la diferencia de que ya no llevan los barcos a dar una vuelta por el ecuador, sino que simulan las condiciones de la travesía con el sistema de “estufagem”, es decir un sistema de estufas que mantienen el vino en temperaturas de 45 a 50ºC durante un tiempo de tres meses.
De cualquier manera son unos vinos entendibles, estos de oxidación rápida elaborados por la diferencia de temperaturas, o de otras maneras, y quizá podamos aproximarnos a ellos a través de sus hermanos en tierra, que deben ser del mismo estilo, que no pisaban el mar, y que son los famosos vinos rancios. Mucha gente recuerda ver, hace algunos años, al cruzar Rueda por la antigua carretera general de La Coruña, aquellas damajuanas de cristal, expuestas al sol despiadado de Castilla en verano, y a los gélidos inviernos de bajo cero y nevadas, tan sólo cubiertas por unas redecillas metálicas para proteger los recipientes en caso de una granizada que los pudiera romper. Oxidación a las bravas. O elaborados de otra manera, esos rancios mediterráneos que sólo las pequeñas firmas y casas particulares se niegan a dejar desaparecer, y que sin duda deben tener un gran parecido con aquellos vinos de ida y vuelta.
Amor al vino. Imagínense en los siglos XVI, XVII y XVIII, un barco de vela que procedente de Cádiz carga por ejemplo en Icod de los Vinos, en Tenerife, un par de docenas de botas de embarque de 500 litros, camino de Veracruz, en Méjico. Tras varios meses de navegación llega a puerto, se desembarca y en carros tirados por mulas recorre medio Méjico, o Nueva España como se llamaba, hasta el puerto de Acapulco. Allí esperaría, junto con correo, mercancías, viajeros, funcionarios destinados, familias, aventureros y comerciantes, la llegada del famoso Galeón de Manila. Una epopeya de la comunicación marítima española que duró siglos, y que es muy poco conocida en nuestro país. Uno o dos barcos que al año viajaban de la costa oeste de Méjico y atravesaban el Pacífico hasta llegar a Filipinas; y que luego volvían, también por el Pacífico, por una ruta de regreso que consiguieron encontrar aprovechando la corriente de Japón. Méjico sólo era una etapa, el destino era España o Filipinas. Imagínense como llegaría el vino, o como habría que prepararlo para que al llegar al muelle de Manila, el acontecimiento más importante del año en las islas. Muchos de los que agitaban sus pañuelos no esperaran ni correos ni familiares, sino poder llevarse a la boca una copa de ese néctar, que sin duda estaría buenísimo.
Publicado en PlanetAVino nº 53, febrero de 2014
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