Destilería Lepanto
Madrid, 30 de septiembre de 2010. AP.- ¿Qué hacer en la sobremesa para
ponerle una tapa al brandy? ¿Hay algún sólido que acompañe bien a la copa
de sobremesa además de los dudosos bombones o los seguros frutos secos?
Y, lo que es más importante, ¿hay alguna forma de conseguir que el brandy
vuelva a tomar su papel protagonista tras la comida? Los responsables de
Lepanto, la marca estrella de brandy de Jerez de González Byass seguramente
se han hecho estas preguntas y muchas otras y han alumbrado la nueva
frontera del brandy, el maridaje, y dentro de ella, un producto verdaderamente
montaraz a la hora del matrimonio como es el queso, además, en algunas de
sus versiones más enérgicas.
La propuesta se ha escenificado hoy en el restaurante Va de Baco de Madrid
y ha tenido dos grandes estrellas en el escenario: el maestro destilador
de González Byass, Luis Trillo, y una de nuestras primeras espadas en el
mundo del queso, Guillermina Sánchez, que imparte cotidiana sabiduría en
La Boulette, en el mercado de la Paz, del barrio de Salamanca, en Madrid.
Han dirigido una cata de cinco grandes quesos, apadrinados por Guillermina
Sánchez, en busca de la pareja ideal de Lepanto, que venía del brazo, como
corresponde, de su padre, Luis Trillo.
El estricto, a ratos rudo, jurado estuvo formado por cinco héroes de la prensa
especializada, Raquel Castillo, Enrique Calduch, Bartolomé Sánchez, Federico Oldenburg y
el que firma esta crónica, que sabían más o menos a qué se enfrentaban y a
pesar de ello acudieron a la convocatoria, y cuatro víctimas de la prensa del
lujo, que acudieron en feliz ignorancia.
Y es que con queso nos han querido dar de todo. Por aquello de “se la dieron
con queso”, tiene aura popular de favorecer cualquier tipo de vino, como una
novia casquivana, pero en cuanto se mira de cerca se le ve el mando y la
educación en colegios de monjas y es difícil que la mayor parte de los vinos le
puedan meter mano, aunque sea con serias promesas de matrimonio.
En este caso eran eventuales novias con mucho carácter: tomme de cheve
cendrier, francés del Loira; gustopher, gouda dulce holandés, también de
cabra; el balear mahón reserva, de leche de vaca; el estirado stilton colson,
de vaca, legendario queso azul inglés de histórico maridaje con el oporto; y
nuestro cabrales asturiano de toda la vida, al que se ha querido enrollar hasta
con pedroximénez pero que parece que, la cabra tira al monte, prefiere a su
pareja de toda la vida, la fresca sidra natural.
Allí llegó Lepanto, todo serio, con su ropaje de lujo, sus perfumes de confituras,
frutos secos y maderas finas y su paso de boca serio, amplio, equilibrado
y estilizado, amplio y persistente, dispuesto a pasar cualquier prueba para
merecer los favores de una o de varias de las princesas queseras disponibles.
Y la verdad es que el primer envite fue todo un fiasco: el brandy entró en
la sala por una puerta y el tomme de chevre salió corriendo por otra, cual
virgen asustada. El Lepanto fue mucho guerrero para tan delicada señorita,
que resultó atropellada y no hubo coyunda posible. Se pueden llevar bien a
distancia, sobre todo si va primero el queso con sus sutiles matices antes de
que el brandy ocupe toda la pista de baile.
Mejor fue el segundo intento, con más equilibrio, con la untuosidad del gouda
que resiste el paso del alcohol y en los aromas de boca se funden los tonos
ahumados, de frutos secos y lácteos que despliegan ambos productos, Lo malo
es el final del encuentro porque a la salida el queso pide explicaciones y deja
al brandy con las maderas al aire, con un descarado y hasta un punto impúdico
recuerdo de vainilla dominando el posgusto.
La tercera opción nació con malos augurios. El mahón no estaba en sus
mejores días y tenía un pasado oscuro en forma de sutil recuerdo de moho que
enturbiaba cualquier relación. No obstante, el brandy se esforzó por cumplir y
olvidar esa pequeña lacra, pero no había forma. Van bien por separado, entre
a la pista primero el brandy y luego el queso o al contrario, pero cuando están
juntos se potencia tanto el picor del queso como la calidez del licor y en el baile
se pisan el uno al otro.
Mr. Stilton fue otro cantar. Está muy bien educado, tanto como don Lepanto, y
bailan con buen compás durante mucho rato. El estupendo queso es untuoso
y un punto salado, lo que en un primer momento intensifica la sensación cálida
del aguardiente, pero también prolonga mucho la sensación de presencia de
ambos elementos en la boca, aunque ya se hayan retirado a sus aposentos, a
los que, por pudor no vamos a seguirlos pero suponemos que siguen en buen
emparejamiento.
Finalmente, el fiero cabrales, que echa siempre en falta la acidez de su sidra
cuando se le busca maridaje. En este caso no fue menos y su encuentro en la
boca es lo más parecido a un choque de trenes: el queso, espléndido, invadido
a fondo por el penicilium, provoca una sensación secante que pide a gritos una
frescura que el Lepanto no le puede dar y el efecto deshidratante del alcohol
intensifica esa sensación de sequedad. Como apagar el fuego con gasolina.
Sin embargo, cuando pasa el fragor del choque y se retiran los platos rotos,
se recuerdan con cierto respeto y sus aromas de posgusto se unen bien y
dan un conjunto con gran cantidad de matices bien ensamblados, elegantes y
persistentes.
Fue una cata original y con muchos atractivos. Y, desde luego, un juego
sensorial muy divertido y abierto a todo tipo de innovaciones, no sólo por el
amplísimo abanico de quesos que pueden pedir un baile al Lepanto, sino por
las variables que se pueden encontrar. En la misma cata, Guillermina Sánchez
puso de manifiesto las diferencias que ofrecen los quesos en función de la
estación del año y también se sugirió un problema de temperaturas, sobre
todo en el brandy, que siempre sale a temperatura ambiente y en algunos
casos, en el de Lepanto sin duda, hay mejoría con una temperatura algo más
fresca, entre doce y catorce grados, cuando el alcohol modera su poderío
y se perciben mejor los perfumes de maderas finas, frutos secos y frutas
compotadas del brandy y los más sutiles recuerdos del vino de jerez (en este
caso fino, pero en Lepanto hay opciones de dulce pedroximénez y, el mejor, de
oloroso viejo) con el que fueron envinadas las botas en las que envejeció.