El tinto amarillo
¿Incongruencia? ¿Boutade? ¿Daltonismo? Al describir algo representamos con palabras una realidad, pero no puede ser más cierto aquello de que depende del cristal con que se mira. Quizás lo más complicado es describir una sensación. Al final, el lenguaje se vuelve confuso, poco esclarecedor y termina por ser críptico y de difícil asociación o comprensión.
Lo primero que se debe hacer es observar, seleccionar los datos que puedan ser relevantes, ordenarlos y ponerse a ello. Lo que en papel resulta fácil de decir, es más complicado de llevar a cabo porque cualquier descripción es también una traslación de nuestras propias experiencias. Para esto, vienen a salvarnos los múltiples recursos lingüísticos generosamente salpicados de adjetivos así como las comparaciones o metáforas que ayudan a conectar con el receptor de nuestra descripción. Pero, como las experiencias personales son diferentes, lo que trasmitimos en una descripción también es muy diferente de una persona a otra.
En el mundo literario la cosa es más clara porque todos estamos acostumbrados a las figuras retóricas y ni siquiera les pedimos lógica. Nos suena muy normal el “tu nombre me sabe a hierba” de Joan Manuel Serrat, o la “tranquilidad violeta del sendero” de Juan Ramón Jiménez. Nadie levanta una ceja cuando Luis Cernuda escribe que “el agua de la lluvia recogida en el hueco de tu mano tenía el sabor de aquel aroma”.
Frases que pueden ser la pesadilla de un traductor o de un estudiante de español, para el resto de los castellanohablantes no resultan excesivamente cuestionables porque nos quedamos con la idea general que quieren trasmitir. La literalidad carece de importancia. Sabemos de sobra que un nombre o un aroma no saben a nada o que la tranquilidad no tiene color, pero disfrutamos de la sonoridad y la belleza del lenguaje. ¿Y si no fuera así? ¿Si realmente un nombre o un aroma tuvieran sabor, o un estado de calma tuviera color?
Por lo general, asociamos las formas y los colores con el sentido de la vista; el tacto nos lleva a la apreciación de texturas y el sentido del gusto se encarga de los sabores, pero hay una pequeña cantidad de personas, un cuatro por ciento de la población según las últimas estimaciones, que asimilan conjuntamente varias sensaciones de una misma percepción. Estos son los sinestésicos. Oyen colores, tocan un objeto y reciben una sensación gustativa o ven sonidos. A ellos les sorprende que en su entorno la gente no sepa que el número cuatro es amarillo, por ejemplo, o que el tabaco tiene un sonido muy agudo. Tienen una doble información de la que los demás carecemos.
Esto no es producto de un viaje sicotrópico ni de ninguna enfermedad mental, sino una simple curiosidad, donde los sentidos hacen un coupage cerebral un tanto singular e interpretan las sensaciones de forma muy distinta a lo que estamos habituados el resto de los mortales. Si, como hace unos días, un sinestésico afirmaba que el tinto era amarillo es porque ve amarillo al roble. El resto del grupo identificaba los aromas de crianza pero nada más.
Hay diversos grados de sinestesia, y hay una teoría que asegura que todos nacemos sinestésicos pero que, a medida que nos desarrollamos y crecemos, el proceso de la información sensorial se va separando y compartimentando. El neurocientífico David Eagleman cree que, en cierto grado, probablemente todos seamos sinestésicos aunque no seamos conscientes de serlo.
Los sentidos tienen descriptivos muy personales que vienen a decirnos que lo que para unos parece obvio porque lo sabemos, lo experimentamos y lo vemos, no es tan obvio para otros porque no se comparte la misma experiencia. Si además contamos con ese “cierto grado” de sinestesia que aparentemente estaríamos aportando a la mochila de nuestras experiencias personales, comprobamos que una descripción es lo más subjetivo del mundo. La dificultad de que una misma sensación se perciba del mismo modo por dos personas distintas existe, pero el lenguaje está para salvar las distancias.
Es mucho más bonito decir que un vino es rojo cardenalicio como dice el amigo Carlos Delgado que explicar que está entre el bermellón y el carmín oscuro (que pocos saben exactamente cuáles son) o para ser aún más exactos, que es el 227c de Pantone. Un chino no se para en demasiados matices cuando se trata del hòng (rojo) porque siempre es sinónimo de belleza y suerte, aunque en la cultura china el tono favorito es el que los expertos en moda conocen como el rojo Valentino, que es como decir el Pantone OXWO-C. ¿Lioso? Dejemos volar la imaginación y, evitando descripciones imposibles, cursis y pedantes, pongamos en palabras, con sinestesia o sin ella, la emoción de describir un vino de una forma personal y no mecánica.
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