Llenar un vino de burbujas y conseguir que se mantengan en él durante el mayor tiempo posible es todo un arte. Tanto como para convertirse en un capítulo importante dentro de la enología y el producto resultante en toda una tipología de vinos, siendo como es un vino blanco o rosado (hay algunos tintos, pero muy pocos) sometido a un proceso singular. Un proceso que, como casi siempre, es fruto de circunstancias un tanto casuales.



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Los vinos espumosos nacieron en la región de Champagne, al norte de Francia, una zona límite de cultivo en la que, hasta que se empezó a notar el cambio climático, la uva alcanzaba la madurez con dificultades. Para hacer más llevaderos unos vinos ácidos y duros, se añadía azúcar. En algún momento ese azúcar fermentaría dentro de las botellas y, después de algo parecido a una mascletá, el intento de aprovechar las botellas supervivientes descubrió un producto más agradable aún.


Para hacer más llevaderos unos vinos ácidos y duros, se añadía azúcar.

En algún momento ese azúcar fermentaría dentro de las botellas.


Aunque ya había espumosos de Champagne que se consumían en Inglaterra en el siglo XVI (son citados en alguna obra de Shakespeare), la leyenda atribuye la paternidad del champán Dom Pierre Perignon, monje benedictino de la abadía de Hautvilliers, cerca de Epernay, en la segunda mitad del siglo XVII. La leyenda tiene un apunte español; se dice que la idea de utilizar tapón de corcho la tomó del cierre que observó que usaban los peregrinos del Camino de Santiago para sus cantimploras. En puridad, no fue tampoco original en eso; ya los romanos empleaban trozos de corcho para cerrar las ánforas de vino o de aceite.

Sea como sea, ese sistema aplicado para provocar la segunda fermentación del vino en la botella cerrada y dar lugar a la burbuja, conocido como método champanés o método tradicional, es el que se utiliza en la elaboración de espumosos de calidad.

Tiene hijos putativos, como el gran-vas o cuvée close, mucho más rápido, sencillo y barato, en el que la segunda fermentación se produce en envases de acero inoxidable y luego se trasiega a las botellas (es el sistema del sekt alemán o del ahora famoso prosecco italiano). Aún más simple, el de los vinos gasificados, en los que el carbónico es añadido por un sistema igual al de las gaseosas. Hay un tercer sistema alternativo, el de los llamados espumosos ancestrales, en el que no hay segunda fermentación sino que el vino finaliza la primera ya enclaustrado en la botella.


El método tradicional tiene hijos putativos,

como el gran-vás (el de los sekt y prosecco), el vino gasificado

y el espumoso ancestral



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Son sistemas que suponen un atajo pero dan lugar a productos más sencillos y con mucha menor aportación de sensaciones que las que proporciona el método tradicional, en el que las levaduras de la segunda fermentación se mantiene en el vino durante al menos nueve meses en los productos más básicos; en ese tiempo el vino toma su peculiar carácter aromático.

Ese carácter se debe a la evolución de las levaduras en ambiente cerrado: un proceso denominado autolisis de las levaduras, provocado por la degradación de las células de esos microorganismos causada por la acción de enzimas proteolíticas de esas mismas células. Después de pedir disculpas por los imprescindibles palabros técnicos empleados, cabe decir que ese proceso aporta aromas de la gama tostada que recuerdan a la levadura de panadería (no de cerveza, que se considera defectuoso), al brioche o a la corteza de pan, que son característicos de este tipo de vinos.


Ese proceso aporta aromas de la gama tostada que recuerdan

a la levadura de panadería, al brioche o a la corteza de pan


Esos aromas se combinan con un deseable recuerdo frutal, con rasgos de las variedades de uva empleadas en la elaboración del vino base. La variable del tiempo de crianza, es decir, el periodo de crianza en el que el vino permanece en contacto con esas lías, marca la mayor o menor incidencia de esas sensaciones y la aparición de otras propias de la evolución en ambiente cerrado, como recuerdos minerales, de cuero o de la gama de los hongos (champiñón, setas), que, además, se pueden ver enriquecidas por una crianza previa en barrica o en otros envases, con o sin lías, del propio vino base. Eso aportaría matices especiados, de roble y en ocasiones toques lácteos (mantequilla, nata fresca).

La larga crianza que ahora está de moda puede dar lugar a


un bouquet muy desarrollado y rico en matices,

incluidos algunos de oxidación, como frutos secos o el recuerdo de latón



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La larga crianza que ahora está de moda y que busca desmentir la presunta incapacidad de estos vinos de vivir largo tiempo, puede dar lugar a un bouquet muy desarrollado y rico en matices, incluidos algunos de oxidación, como frutos secos o el recuerdo de latón habitual en muchos espumosos. Es deseable, aunque en este caso no imprescindible, que mantenga recuerdos frutales.

Las variables de maduración de la fruta, así como las de elaboración y eventual crianza del vino base, definen también la presencia del vino en la boca.

Durante la segunda fermentación el vino gana en torno a un grado y medio de alcohol por lo que, con el objetivo de no pasar de 12-12,5 grados en el producto final, se buscan vinos base ligeros y con poco grado. Eso se traduce en elevada acidez y a veces en indeseables sensaciones de verdor (pámpano, zarcillo, césped).

Además, es fundamental el contenido en azúcar, decisión del elaborador que se define en el momento del degüelle (operación en la que se eliminan las levaduras de la segunda fermentación) y taponado definitivo. Esa operación marca la tipología del producto. Brut nature es el espumoso al que no se añade nada tras el degüelle. Brut es el que tiene menos adición de azúcar (menos de 6 gramos por litro en el producto final). Después viene toda una gama en función de ese contenido en azúcar: extra brut, semiseco, semidulce y dulce. Se valoran como de mejor calidad y son mucho más gratos (fluidos, con la esencial frescura) los espumosos más secos, con menor cantidad de azúcar.