Fecha publicación:Enero de 2004
Medio: Spain Gourmetour
Tras un arranque fulgurante, la D.O. Rías Baixas vive momentos de reflexió.n La zona ha vivido unos años complicados, con una serie de cosechas cortas seguidas que han paralizado algunas alternativas que las bodegas estudian para dar un nuevo relieve a sus famosos vinos blancos. Tal vez pasó la época de llegada constante de nuevas bodegas, pero, a cambio, vinos de un estilo distinto dan una nueva dimensión al albariño y tal vez arrastren a los otros vinos de la zona.
En la comarca de Rias Baixas, como en toda Galicia, abundan los cruceiros, altas cruces de piedra erigidas en las intersecciones de la laberíntica red de caminos gallegos. Los cruceiros podrían servir también como símbolo de la trayectoria de la joven D.O. Rías Baixas, que afronta encrucijadas constantemente desde su puesta en marcha, en 1987, e incluso antes. La evolución de esta zona se entiende a base de dicotomías, de fértiles dialécticas en las que se dilucidan aspectos que tienen que ver con la mejora de la calidad de los albariños, tal vez los vinos blancos más famosos de España. Si se erigiera un cruceiro por cada uno de esos cruces de caminos vinícolas, el paisaje se enriquecería notablemente con esos monumentos tan gallegos.
A Rías Baixas parece gustarle vivir en ese ambiente dialéctico. En una zona como ésta, que en ciertas etapas se ha construido a marchas forzadas, cualquier iniciativa es analizada, discutida, matizada y suscita polémica. Sobre todo porque toda innovación entra en cierto conflicto con la tradición y es normal que algunas decisiones que se antojan trascendentales creen polémica. No obstante, en ocasiones se da por trascendental algo que no tiene tanta importancia mientras que en otras se toman decisiones sin calibrar la influencia que tienen en el futuro. Éste último caso se dio en los primeros pasos de la D.O. Rías Baixas y, aun antes, en la propia gestación de la denominación de origen, cuando se optó por la uva Albariño en detrimento de las otras cepas de la zona.
A finales de los años setenta las variedades autóctonas de las comarcas costeras de Pontevedra corrían serio riesgo de desaparición. En una región de clima húmedo como es el noroeste de España, los campesinos habían optado en gran medida por la comodidad de los híbridos productores directos, mejor protegidos antes ciertas enfermedades, sustituyendo a variedades nobles de gran calidad típicas de las zonas vinícolas de Galicia y únicas en España, como la propia Albariño, la más prestigiosa, Loureira, Caíño, Treixadura, Torrontyés y otras, entre ellas las tintas.
En esa época los visitantes encontraban los turbios vinos llamados “de colheiteiro” (de cosechero), de origen ignoto (en cuanto a variedades e incluso en lo que tocaba a procedencia geográfica de la uva o del propio vino) y servidos vendidos en botellas sin etiqueta. Entre ellos se podía encontrar a veces una perla de auténtico albariño de calidad, elaborado con esa uva o con mezcla de otras variedades. La única etiqueta en el mercado era la de Albariño de Fefiñanes, una marca histórica, en la calle desde principios del siglo XX.
La fiebre del albariño
En esas circunstancias surgió la figura de Santiago Ruiz, un vendedor de maquinaria y seguros navales instalado en el puerto de Vigo que, al jubilarse, se retiró a su finca familiar de O Rosal, al sur de la D.O. Rías Baixas, junto al río Miño. Allí se dedicó a elaborar un vino que vendía con la singular etiqueta actual, que reproduce un mapa de la zona un tanto naif. Ese vino, modesto en sus pretensiones pero grande en su calidad, fue el inicio de la renovación del viñedo en esas comarcas pontevedresas que culminaría con la proclamación de la D.O. Rías Baixas.
El proceso fue rápido, tanto que fue descrito como “la fiebre del albariño”. Santiago Ruiz fue “descubierto” por una serie de periodistas gastronómicos que contribuyeron bastante a impulsar el nombre del albariño fuera de Galicia. Mientras, de puertas hacia adentro, Santiago Ruiz y un grupo de adelantados (Francisco Méndez, Marcelino Torres y otros), hacía lo posible por difundir las nuevas técnicas de elaboración de vinos (“asepsia” era la consigna que proclamaba Santiago Ruiz a los cuatro vientos) y, por supuesto, de impulsar la plantación de Albariño en sustitución de las variedades menos nobles, que eran las que más abundaban.
En ese momento, en la trayectoria de los vinos de Rías Baixas se plantaron los primeros “cruceiros”. Había que elegir entre los viejos sistemas y la modernidad y, por otro lado, entre las variedades de uva productivas y las de calidad. En la primera faceta se eligió en general bien y las bodegas-lechería, limpias (asepsia) y amuebladas con acero inoxidable, sustituyeron a las bodegas-cuadra (en ocasiones era literal: había que apartar a las vacas para llegar a los vinos) y sus viejos bocoyes de madera.
En lo que se refiere a las variedades, se eligió bien pero se pudo haber hecho mejor. La resurrección de los vinos de calidad de la zona se realizó casi exclusivamente con la uva Albariño, que era la que había alcanzado fama entre los aficionados, a pesar de que el vino que ya era el más famoso de la zona, Santiago Ruiz, no estaba elaborado exclusivamente con esa variedad. La fiebre del Albariño trajo ciertos excesos: se plantaba únicamente esa cepa, que se convirtió prácticamente en la única en amplias zonas (como el Val do Salnés) y, cuando se planteó la posibilidad de conseguir una denominación de origen, se habló de crear una D.O. Albariño.
Se trabajó en ello hasta que alguien se percató de que la normativa de la Comunidad Europea, a la que aún no pertenecía España pero cuya adhesión ya se adivinaba como inminente, no admitía una denominación de origen con el nombre de una variedad y que, además, tenía un ámbito territorial poco definido, ya que se pretendía que abarcara todos los albariños producidos en Galicia. Eso atascó el proceso de calificación hasta que se eligió a Soledad Bueno, que luego sería la única hasta hoy presidenta del Consejo Regulador, como responsable de llevar a buen fin la calificación de la zona, lo que se consiguió en el verano de 1987.
Hubo que inventar un nombre y se encontró Rías Baixas (Rías Bajas), el nombre que recibe toda la costa sur de Galicia, la de la provincia de Pontevedra. Con la fiebre del albariño se había perdido la ocasión de impulsar las otras variedades de uva y, además, se había puesto un obstáculo importante a la propia proyección de la D.O. Rías Baixas, un nombre que aún está un tanto oscurecido por la fama de la estrella de sus variedades de uva. Además, se tomó la decisión de exigir que un vino estuviera elaborado exclusivamente con Albariño para poder llevar el nombre de la variedad en la etiqueta. Quedaron sin esa posibilidad vinos que incorporaban una pequeña proporción de otras variedades, a veces menor del diez por ciento (la normativa general permite en un vino varietal hasta el 15 por ciento de otros tipos de uva diferentes al que se indica en la etiqueta), entre ellos el propio Santiago Ruiz.
Vinos blancos cotizados
Mientras tanto, habían seguido ocurriendo cosas en la zona. El albariño había alcanzado en poco tiempo un notable prestigio y desplazó al ribeiro como el vino estrella de la enología gallega en amplios sectores. La pujanza del albariño tuvo efectos diversos. Cabe destacar que supuso una llamada de atención para las otras zonas, que comenzaron a renovar sus estructuras y revitalizaron los viejos estilos en el Ribeiro y, sobre todo, en Valedoras, donde se recuperó la singular uva Godello.
Por otra parte, acostumbró a una buena porción del mercado a pagar 800 o 1.000 pesetas de aquéllas (5-6 euros) por una botella de vino, algo impensable no sólo en Galicia sino en toda España, sobre todo en vinos blancos. Hay que tener en cuenta que aún no había tenido lugar la eclosión de Priorato y apenas se apuntaba la de los vinos de la Ribera del Duero, que cotizaban todavía por debajo de los precios de Rioja, por lo que el mercado español apenas estaba acostumbrado a pagar, en día señalado, los menos de cinco euros que en 1985 costaba un reserva de Rioja o un cava brut nature. Un blanco de Rueda no superaba los dos euros y un reserva famoso de la Ribera apenas alcanzaba los cuatro euros.
Esa buena valoración de los albariños despejó todas las dudas que podía haber y en pocos años no sólo desparecieron casi por completo las plantaciones de híbridos, sino incluso las de otro cultivo que estaba de moda, el kiwi. Muchas de las actuales viñas de Albariño de zonas como el valle del Salnés se pusieron en lugares donde se habían cultivado productivos árboles de kiwi. En ese momento cabe situar otro “cruceiro”, si bien era una elección sencilla por cuanto el kiwi ya empezaba a cotizar a la baja (se pagaba al agricultor por un kilo lo mismo que poco antes se pagaba por una pieza) mientras que el albariño escaseaba y era bastante más rentable.
El éxito comercial de los albariños fue impresionante. Aportaban aromas, personalidad y frescura a un panorama que en el capítulo de los vinos blancos no era demasiado brillante en España. Por otro lado, los consumidores gallegos descubrieron un vino propio de altura, de manera que el mercado gallego pugnaba con el del resto de España para quedarse con la escasa producción. La exportación, que ahora se considera como una especie de reválida para que la D.O. Rías Baixas confirme su categoría, no era tenida en cuenta salvo por unas pocas bodegas.
Las bodegas tuvieron que elegir y únicamente los más listos se ocuparon de formar una red comercial amplia y estable, repartiendo pocas botellas en muchos lugares, incluida la exportación, sobre todo a Estados Unidos. Otros quedaron en la comodidad del mercado doméstico. Aún no lo han pagado porque, a pesar de las más de 2.500 hectáreas de viñedo, con una producción en 2002 de más de 13 millones de kilos de uva (en 2001 se rondaron los 17), el albariño sigue siendo escaso. Pero esa elección (un nuevo “cruceiro” en el camino) antes o después pasará factura en un mercado que registra la creciente concurrencia de vinos gallegos de alta calidad: los nuevos ribeiros, los godellos de Valdeorras, la joven D.O. Ribeira Sacra o la recuperación de la singular Monterrey, única zona gallega que pertenece a la cuenca del Duero.
Precoces y tardíos
La gran fuerza comercial trajo un nuevo dilema. Tradicionalmente, los vinos de la zona se consumían a partir del verano siguiente a la vendimia, después de unos meses de maduración en la bodega. Era un arma de doble filo porque, si bien en esos meses la uva albariño desplegaba bien todas sus cualidades, incluso amortiguando los efectos de la elaboración más artesanal, también podía ocurrir que se acentuaran los defectos que pudiera haber debidos a esa elaboración poco o nada tecnificada.
Las nuevas tecnologías, el acero inoxidable, el equipo de frío y (¡ay!) las levaduras seleccionadas, introdujeron un nuevo tipo de albariño, muchas veces más puro, libre de los defectos de elaboración, pero otras más vulgar, con aromas (fundamentalmente de plátano) impropios de la variedad. En ese nuevo cruce de caminos algunos optaron por la comodidad y la seguridad de las levaduras seleccionadas y otros apostaron por el carácter tradicional de la variedad. Sin embargo, el dilema no era perfecto porque los que embotellaban al modo tradicional todo su vino o algunas partidas, tras varios meses de maduración en depósito, descubrieron que la extraordinaria casta de la uva Albariño acaba por imponerse incluso a los plátanos producidos por eras elaboraciones.
Era la nueva dicotomía, esta vez entre el embotellado precoz y el embotellado tardío. Hay albariños en el mercado en el mes de noviembre o diciembre, apenas dos meses después de la vendimia, mientras que otros salen hacia el verano (Pazo de Barrantes) y otros, aún más tardíos (destaca Do Ferreiro Cepas Vellas, uno de los mejores vinos de la zona), no están disponibles hasta bien pasado el verano. Cada uno elige su opción, pero el problema aparece cuando una misma marca va embotellando a lo largo de los meses. Ése es uno de los grandes retos no resueltos de la zona: la gran diferencia que se puede dar entre vinos de la misma marca en función de las fechas de embotellado.
Simultáneamente, se fueron marcando algunos estilo de vinos. Se estableció firmemente un estilo comercial, en el que se acentuaba el tradicional carácter amable de los albariños en la boca, producido por su riqueza en glicerina que da un paso de boca graso y poco ácido. Ese carácter se fue apoyando con vinos de baja acidez en los que, además, se dejaban algunos gramos de azúcares residuales. Se planteó una nueva dicotomía: de un lado los vinos más comerciales, algunos cayendo en excesivos dulzores (curiosamente, al mismo tiempo se perdían aromas: se acusaba la excesiva producción de algunas viñas, compensada en parte por la sensación de volumen que da el azúcar), y de otro los mejores, los que conservan la casta de la variedad y cuentan con una fresca acidez clásica gallega.
Albariños clónicos
La excesiva tecnificación de la elaboración de los vinos trajo el riesgo de la pérdida de la personalidad varietal, pero el peligro que verdaderamente preocupa en la zona es el de la monotonía. Todos trabajan con una única variedad, Albariño, que además tiene una marcada personalidad que incluso llega a difuminar los rasgos peculiares que pueda aportar la subzona de origen; y todos trabajan más o menos del mismo modo, en bodegas bien dotadas técnicamente. Desde muy temprano, los elaboradores más despiertos han visto el peligro y luchan por extraer a una materia prima única todos los matices posibles. Lo cierto es que han conseguido una gran cantidad de registros.
Las fórmulas han sido diversas y entre las más elementales (maduración del fruto, elaboraciones, estilos diversos en cuanto a azúcar y acidez) la más destacada y también seguramente la más polémica fue la intervención de la madera, ya fuera en la elaboración, ya en la crianza, ya con ambas facetas. La de la madera ha sido tal vez la más enconada de las discusiones que se han visto en esta activa zona. Incluso hubo quien proponía prohibir su uso invocando la puridad clásica del albariño cuando lo verdaderamente clásico en la zona era la elaboración en madera. Eran viejos bocoyes heredados de los ancestros, cien veces reparados, a veces con maderas que no eran de roble, y curtidos en mil batallas, pero eran de madera.
Es una contradicción que se ha repetido. En los albores de la D.O. Rías Baixas se acusaba a los vinos elaborados en acero inoxidable de no ser “típicos”, de perder los caracteres de los albariños de toda la vida. Andando el tiempo, se empleó el mismo argumento, el de la autenticidad de los albariños, contra el uso de envases de roble. Incluso se dan tesis contradictorias: algunos han sido vistos y oídos combatir con vehemencia el uso de la barrica, argumentando que atenta contra la esencia histórica del albariño, para, poco más tarde, aplaudir la iniciativa de elaborar espumosos, tal como han hecho los vecinos portugueses de la A.O.C. Vinho Verde, que en 1999 admitió el espumoso elaborado mediante el método tradicional (sistema champañés) entre sus tipos de vino.
El empleo de la barrica con criterios actuales, es decir, barricas nuevas de roble de calidad, llegó de la mano del Gran Bazán Limousin, que se elaboraba en acero inoxidable y envejecía en barrica. La fermentación en barrica la trajeron Pepe Rodríguez (ahora en Adegas Galegas) y el enólogo volante José Hidalgo con el Terras Gauda Etiqueta Negra. Luego llegaría el Organistrum, en el que se realiza en barrica únicamente la fermentación maloláctica, y una larga nómina de albariños con madera, algunos de ellos con resultados notables, como Veigadares o el singular Tempo, algunas cosechas de Condes de Albarei Carballo Galego, que emplea roble autóctono, 1583 Albariño de Fefiñanes o el reciente Fillaboa fermentado en barrica.
Albariños longevos
Con la madera y con el transcurrir de las cosechas, se abrió camino un nuevo concepto, el de los albariños de guardar. Los vinos de esta variedad, así como los de mezcla de uvas, han evidenciado una gran capacidad de envejecimiento en la botella. Se han podido catar vinos en magníficas condiciones con cinco años o más de permanencia en la botella, a pesar de que no estaban concebidos para eso. Y, nuevamente, se plantea un cruce de caminos, una nueva e interesante alternativa entre los vinos de consumo rápido y los vinos con capacidad de evolución positiva.
Por suerte o por desgracia, los vinos de Rías Baixas, en particular el albariño, han sido encuadrados desde siempre en los esquemas de los vinos jóvenes que se manejan en el mercado español: una gran parte de los consumidores piensan que los vinos sin crianza han de ser consumidos en el año siguiente a su fecha de vendimia y que luego pierden cualidades. Es una imagen peligrosa y que algunos empiezan a combatir.
Por un lado, esos consumidores esperan ansiosos la llegada de la nueva cosecha y repudian como “viejos” unos vinos que probablemente hayan madurado bien en la botella, creando dificultades a algunos de los elaboradores de albariños de embotellado tardío, que ven llegar la nueva cosecha en otras marcas cuando ellos apenas han iniciado la comercialización de la antigua. Por otro lado, esa necesidad de venta rápida de los vinos de la última cosecha acarrea el riesgo de que, ante una cosecha corta, como las que se han dado en el cambio de siglo, el vino desaparezca del mercado.
En una etapa en la que parece que pasó el tiempo de la aparición casi constante de nuevas bodegas de interés, las novedades importantes están llegando por la vía de la creación de vinos de nuevo estilo. Y la mayor parte de esas novedades van en el mismo sentido: vinos diseñados para una vida larga, para evolucionar bien y ser consumidos dos, tres o más años después de su fecha de vendimia.
Lleguen jóvenes o tras una más o menos prolongada crianza en barrica o en envases mayores, fermentados en tanques de acero inoxidable o en madera (barrica o cono), afinados en el botellero o en el depósito, estructurados a partir de una maceración con los hollejos previa a la fermentación o mediante el battonage de sus lías (que es la última técnica de moda en Rías Baixas), el objetivo es alargar la vida útil de los vinos, tristemente limitada hasta ahora a un año, y obtener nuevos matices de la uva Albariño.
Esa variedad ha demostrado sobradamente su capacidad de envejecimiento, con o sin intervención de la madera. Algunos de los albariños más grandes mejoran sus prestaciones con el paso de un tiempo en la botella. Vinos que se comercializan en el año, sean de embotellado temprano, como Lusco o Santiago Ruiz, o tardío, como Pazo de Barrantes o Do Ferreiro Cepas Vellas, mejoran transcurrido u año, dos e incluso más en la botella. Son vinos en cierto modo concebidos para durar, muy secos y con viva acidez, que pueden resultar durillos en su rabiosa juventud y se redondean con el paso de una temporada en la botella.
Sin embargo, hay muchos otros más convencionales que también envejecen bien y hay una línea nueva de vinos pensados para ser guardados. En ese capítulo cabe incluir a la mayor parte de los que tienen contacto con la madera y a otros que ya empiezan a salir con varios años de edad. Es el caso de Pazo de Señoráns Selección de Añada, ya con cinco cosechas en el marcado, que se comercializa después de tres años en depósito, el primero de ellos en contacto con sus lías finas. No tiene nada de crianza en barrica, pero la bodega prepara el lanzamiento en primavera de 2004 de su primer fermentado en barrica. Sí tiene madera una de las revelaciones de los últimos tiempos, el Tempo, de Adegas Galegas, fermentado en barrica y luego madurado en depósito durante 13 meses y otros 7 en botellero. Toda una excepción, ya que, por el momento, no abundan los botelleros en la bodegas de Rías Baixas
En el fondo, esos son los dos grandes retos de la D.O. Rías Baixas, la diversidad de estilos en los vinos y la longevidad. Por una vez, no hay discusión en cuanto a los objetivos, aunque la haya en los medios para conseguirlos. Y esa discusión enriquece por cuanto se exploran distintas alternativas y cada bodega elige la suya. El resultado es una gama amplia de posibilidades que no se agotan en las descritas: hay que sumar toda la investigación en el viñedo (pagos, rendimientos, cultivos o sistemas de conducción: se están abandonando las espalderas y se vuelve al emparrado de toda la vida) y las posibilidades que se abren en el momento que se recurre a variedades diferentes a la estelar Albariño.
En consecuencia, a partir de la llegada de cosechas más abundantes, que permiten a las bodegas “desviar” algunas cantidades de vino hacia esos nuevos caminos, cabe esperar la llegada de nuevos vinos más complejos y elegantes. Las bodegas avanzadas ya están mirando hacia un horizonte más amplio, tanto en el espacio (las grandes zonas de blancos del mundo, como Borgoña y, sobre todo, Alsacia y el Rhin, están en la mente de los productores de Rías Baixas), como en el tiempo, con vinos de largo recorrido, que, no por casualidad, son los que han hecho célebres a esas zonas.
No todo es albariño
La D.O. Rías Baixas nació al amparo de la uva Albariño, del impulso que recibió por la fama que alcanzaron los vinos elaborados a partir de una intervención mayoritaria de esa aromática variedad autóctona gallega. La uva albariño supone casi el 95 por ciento de la producción de las más de 15.000 hectáreas de viñedo de la D.O. Rías Baixas y los varietales de Albariño son los vinos más prestigiosos y cotizados de la zona. Sin embargo, no es la única uva de la D.O. Rías Baixas y tampoco los monovarietales son los vinos con más historia de la zona. El Reglamento de la D.O. Rías Baixas acoge a otras variedades de uva autóctonas; las autorizadas son las blancas Treixadura, Loureira, Torrontés, Caíño Blanco y Godello, y las tintas Espadeiro, Loureira Tinta, Caíño Tinto, Sousón, Mencía y Brancellao.
Esas variedades de uva abren posibilidades que no han sido exploradas o lo han sido muy poco, como la elaboración de tintos (apenas hay tres o cuatro marcas en la zona y las uvas tintas proporcionan el 0,34 por ciento de la producción) o los vinos varietales de cualquiera de las otras cepas (hubo uno de Treixadura pero ya no se elabora). Algo más de presencia tienen los blancos que, basados en Albariño, permiten la intervención de otras variedades. Son los casos de dos vinos históricos, los blancos blanco rosal y condado, en los que el 70 por ciento de la uva es Albariño y se completa con otras variedades autorizadas. Aunque hay ejemplos de notable calidad, como el pionero Santiago Ruiz (rosal) y otros, son considerados como segundas marcas en la mayor parte de las bodegas. Tal vez por eso no hay ejemplos equivalentes en las otras subzonas de la D.O. Rías Baixas, Val do Salnés, Soutomaior y Ribeira do Ulla, a pesar de que esa posibilidad está explícita en la normativa, con las mismas condiciones que los otros dos, es decir, con un 70 por ciento como mínimo de Albariño.
Gastronomía: el vino del mar
El albariño fue calificado como “el vino del mar” por sus zonas de producción, todas ellas próxima a la costa atlántica, y por su perfecta combinación con la gastronomía más tradicional de la zona, la cocina marinera, basada en los extraordinarios mariscos de las Rías Bajas y los pescados que se capturan en la propia costa o que arriban a sus importantes puertos pesqueros. El axioma, que vale también para los condado y rosal, puede hacerse extensivo a los vinos tintos, buena alternativa para elaboraciones fuertes y complicadas de casar, con la lamprea, que es capturada al remontar los ríos y se guisa a la bordelesa (con su sangre y vino tinto), o el pulpo a la gallega, con su aditamento de pimentón y aceite de oliva.
Los diferentes estilos de vinos que se van desarrollando permiten matizar esa relación tan general del vino de Rías Baixas con los productos del mar. Los aromas frutales y florales de los blancos jóvenes combinan perfectamente con la fragancia marina de las ostras o de las almejas crudas, sobre todo los más secos y frescos, que contrarrestan los tonos salinos de esos mariscos. Esos vinos más secos son tal vez los que admiten mayor número de elaboraciones, incluidos pescados grasos, como el rodaballo y las sensacionales sardinas de la ría. Los más glicéricos y con toque dulce van mejor con productos que también tienen un componente dulce, como son los crustáceos (gambas, camarones) o las vieiras.
Algunos de los mariscos más comprometidos, como los percebes y su profundo carácter yodado o los crustáceos grandes, como centollas y langostas, requieren vinos algo más complejos. Aquí van bien los fermentados o envejecidos en barrica, sobre todo si han completado su proceso de crianza con una fase de botellero que les confiera complejidad. Son idóneos también para guisos de pescado, arroces marineros e incluso con algunas elaboraciones suaves de carne, como aves de corral al horno o carnes frías.
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