Ganarse la vida con el viñedo
Vistas y oídas las noticias de los últimos días relacionadas con las manifestaciones y actos de protesta de los agricultores y ganaderos españoles, podría decirse, con total rotundidad, que el campo en España es una ruina. Que con los precios que perciben los agricultores es imposible sostener las explotaciones; y que el abandono rural es un efecto directo de esta situación, cuya resolución pasa, inevitablemente, por recuperar precios justos.
Vender a pérdidas, por debajo de los precios de producción, es una práctica que no por ilegal resulta extraña. La escasa capacidad de negociación del sector agrario le posiciona como el último eslabón de una cadena de valor, en una situación extremadamente débil. Se produce el efecto diametralmente opuesto al que se pretendía con la implantación de este mecanismo de fijación de precios que fue establecido por el Ministerio de Agricultura. Construir desde abajo hacia arriba los precios, con un margen razonable en cada uno de los eslabones parece, y en cierto modo lo es, lo más natural en un mercado libre, no intervenido y en el que la libre circulación de bienes y servicios avala su correcto funcionamiento. La realidad, tozuda como casi siempre, ha demostrado que la fijación del precio sigue un discurrir que devuelve el agua a su cauce natural: el del poder negociador real de la cada una de las partes.
La gran concentración de la distribución, frente la atomización del sector primario y la falta de poder de sus organizaciones agrarias y empresas colectivas, como pudieran ser las cooperativas, han permitido que durante los últimos años el sector primario haya ido perdiendo valor, su futuro tornándose negro y el relevo generacional sea una entelequia en toda aquella explotación que no fuese planteada como una actividad empresarial.
Y es que, si me lo permiten, es este el principal problema al que se enfrenta el agro español; y, siendo algo más concretos, los viticultores, que al fin y al cabo es de lo único que sé, aunque sea muy poco. El respeto a la tradición y el sentimiento de apego a la tierra de origen de tus antepasados está muy bien. Bucólicamente es perfecto y deseable, pero hay que ganarse la vida con ella y sostener un criterio empresarial en el que se analicen los costes y se plantee como primer objetivo el beneficio de la actividad. Sin ello, es imposible considerar una actividad empresarial. Y, sin ese concepto, alcanzar precios justos o dignos, una utopía y un puro contrasentido.
Los viticultores, ante todo, tienen que ser profesionales del campo, deben producir las mejores uvas posible y venderlas al mejor precio a unos bodegueros que les darán el uso más adecuado según sus expectativas de mercado. Ni todos pueden producir uvas que son vendidas a seis euros el kilo, como en el caso de Champagne, ni a 0,22 como lo han sido en la última campaña en Castilla-La Mancha. Y cito esta comunidad porque es en ella donde se concentra la mitad del viñedo español, pero bien podríamos situarnos en cualquier otra de nuestras regiones, ya que en todas ellas encontraremos una situación que, con sus notables diferencias, viene a representar la realidad de un sector.
Unos viticultores que, cansados de la falta de rentabilidad de sus viñedos, se han tenido que ir a las ciudades en busca de una forma de ganarse el sustento de su familia, dejando para aquellos momentos de ocio, como fines de semana, vacaciones y fiestas de guardar, el cultivo de un viñedo cuya producción ya no estaba condicionada ahora a una rentabilidad, en cuyo balance, su principal coste, el de la mano de obra, era ignorado.
La posibilidad de abastecerse de un producto adecuado a bajo precio, propició una contención de estos que cada vez ha ido haciéndose más crónica, obligando a aquellos que sí tenían en la viticultura su modus vivendi a buscar la rentabilidad en los aumentos de producción. Avalados y propiciados, eso es así, por una Unión Europea que, bajo el criterio de buscar una mejor adaptación de la producción a las necesidades del mercado, destinó a la reconversión y reestructuración del viñedo en España más de mil doscientos millones de euros entre 2009 y 2013, lo que ha supuesto tres mil ochocientos euros por hectárea. Haciendo de esta forma posible el milagro de la multiplicación de los panes y los peces, pues se consiguió pasar de 1,4 millones de hectáreas y una producción de 30 millones de hectolitros, a 0,9 millones de hectáreas y 50 millones de hectolitros.
¿De mucha peor calidad? Se preguntarán. Pues no. La aplicación de técnicas de cultivo más modernas y la profesionalización de los viticultores han hecho posible que España siga considerándose un país productor de vinos; de una gran cantidad de vinos de buena calidad. Aunque sigan siendo muy pocas las referencias y bodegas que son consideradas internacionalmente como referentes de calidad y precio elevado.
Lo que nos lleva al último punto (no quiero aburrirles más): la falta de imagen de los vinos españoles, considerados en el mundo como unos excelentes productos de calidad/precio, pero con poca o nula capacidad de atracción en el consumidor. Propiciando, históricamente, la llegada de operadores extranjeros que, atraídos por la enorme calidad potencial de nuestros vinos están dispuestos a invertir en producirlos para que puedan ser vendidos en otros países y con marcas y registros que nada tienen que ver con el lugar en el que se han producido.
salvadormanjon.com
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