Aunque todo parece inducir a pensar lo contrario, una de las causas principales del descenso del turismo que está experimentando España es el tinto de verano. Tinto de verano, sangría, zurra y otras mezclas son todo un símbolo del concepto de turismo que tienen la mayor parte de los empresarios de hostelería y todo un síntoma de los escasos progresos de fondo que ha hecho la hostelería turística española en los últimos años.
En realidad, todo está como estaba hace treinta años, con la paella y la sangría como estrellas, aunque los locales se hayan modernizado y embellecido, el servicio se vista con camisa blanca e incluso con chaleco, se haya expulsado a casi todas las moscas y las diarreas estivales sean algo más escasas, gracias a la supresión de esas mayonesas caseras que se elaboraban una vez a la semana. La forma es más bonita, pero el fondo es el mismo.
El problema es que el precio del tinto de verano en las zonas turísticas es parecido al del vino de calidad. Los turistas alemanes y británicos, consumidores en buena parte de tinto de verano, han huido despavoridos a buscar otras sangrías en destinos turísticos emergentes (la antigua Yugoslavia ya era una amenaza para Benidorm y Torremolinos, pero la guerra truncó su desarrollo). Como de costumbre, aquí se ha sido muy miope, no se ha mirado al largo plazo, como en Italia, por ejemplo, carísima pero imprescindible. Y, cuando se quiere hacer una política sensata en ese sentido, caso de Baleares, se intenta crucificar al responsable desde todos los ángulos, incluido el propio sector hostelero, muy cómodo con el turismo masivo y barato.
El problema es que un sector importante del propio turismo nativo, el que ha aprendido a valorar un servicio cuidado, una cocina refinada, un hotel con encanto o un vino de alta calidad, también ha sido a partes iguales espantado con los precios y seducido por las playas y los rones caribeños o por el afán de conocer nuevos horizontes. El segmento más interesante del turismo, local e internacional, no tiene estímulos suficientes (habría que añadir el caos del turismo cultural, con curas que cierran sus iglesias y museos a la hora del aperitivo o por vacaciones de verano) y el otro es puesto en fuga con una subida de precios poco acompañada por un crecimiento en consonancia de la calidad.
El vino es todo un símbolo de ese estado de cosas. Cuando el nombre de España está de moda en el entorno vinícola internacional por su calidad y precio todavía asequible, a pesar de las “altas expresiones”, en la mayor parte de los establecimientos de las zonas turísticas no se han enterado y siguen con las marcas habituales. Y también con las prácticas habituales.
El vino es tratado como una piedra, almacenado en condiciones adeversas, en ocasiones durante más de un año, con restos de la temporada anterior que se venden en la actual como si de verdad hubieran mejorado con el tiempo; a eso hay que unir que las zonas turísticas son carne de derribo (en el ámbito comercial vinícola un “derribo” es un resto de vino descatalogado, bien por agotamiento de una cosecha, bien por la puesta en venta de una partida atrasada que quedó en un establecimiento que no pagó a la bodega o arrinconada en un almacén).
A la hora del servicio, se mantienen vivos los tópicos habituales: tinto a temperatura ambiente, copas bastas e inadecuadas que hacen casi preferible el vaso de chato de duralex de toda la vida, la cara de pasmo cuando se pide enfriar un tinto, la ausencia de cubiteras para los blancos y el largo etcétera de siempre que culmina, faltaría más, en una factura en la que el precio de origen del vino se ha multiplicado por cuatro o por cinco.
Es cierto que ha habido progresos y la situación no es tan mala como hace unos años, cuando la única alternativa para el aficionado era acarrear su propio vino, hacer que alguien (su tienda habitual, un club de vinos o El Corte Inglés) se lo enviara al lugar de vacaciones o darse a la cerveza. O al tinto de verano. Ahora hay restaurantes algo más enterados de lo que se cuece en el mundo del vino, pero hay que averiguar cuáles son en la selva de establecimientos de las zonas turísticas.
En general, una buena pista es acudir a los restaurantes que permanecen abiertos todo el año, ya que tienen cierta rotación de los vinos, y evitar los puros de temporada, que abren dos o tres meses al año, con cambios frecuentes de propietarios y “herencias” vinícolas (y de otro tipo: no hay manera de tomar, por ejemplo, una infusión fresca, siempre es añeja) de origen y edades desconocidas. Hay que evitar, digan lo que digan los responsables del restaurante, la cosechas antiguas y, desde luego, los vinos sin indicación de cosecha y todos los susceptibles de ser cadáveres vinícolas, como finos y espumosos, salvo si se quiere afrontar el siempre desagradable numerito de la devolución de botellas.
En lo que se refiere al servicio, también hay que separar el grano de la paja. Por supuesto, van siendo más frecuentes los propietarios de restaurante y camareros que tienen conocimiento del mundo del vino. Y se notan en seguida, sólo con una ojeada a la lista de vinos: si es la rutina de siempre, con más tintos que blancos en una marisquería y cosas así, mejor huir; si se incluyen golosinas, vinos menos conocidos o novedades, aunque haya concesiones a las marcas más comerciales, esa es nuestra opción.
También va siendo más frecuente la presencia de sumilleres en restaurantes con pretensiones. Pero no hay que dejarse deslumbrar: en muchas ocasiones no son sino camareros disfrazados de sumiller (canta enseguida: reciben órdenes del maître, sirven habitualmente los platos, retiran los restos… y saben poco de lo que están vendiendo) o profesionales sometidos a la dictadura del patrón en cuanto a selección y venta de vinos, lo que es tanto como tener un tío en Alcalá.
Los precios en los restaurantes y las calidades de los vinos de la casa son aspectos mil veces denunciados y pocas corregidos que impulsan al aficionado a tomar el vino en casa. El problema de comprarlo se va solucionando sin necesidad de recurrir a los envíos desde el proveedor habitual. Poco a poco, van surgiendo en las zonas turísticas tiendas especializadas muy interesantes y bien provistas, con precios razonables y servicio adiestrado. Además, tienen la ventaja de que suelen cuidar el capítulo de vinos de la región, que muchas veces no se puede explorar en condiciones fuera de su área de producción o aledaños.
El problema es que, como en el caso de los restaurantes, las tiendas especializadas buenas están entreveradas con otros establecimientos fundados sobre el corto plazo, concebidos como puro negocio. Esas tiendas suelen tener más o menos los mismos riesgos que los restaurantes de temporada: compran mucho saldo, almacenan en malas condiciones y no hay que fiarse demasiado de sus consejos.
Ya sabemos que no hay que renunciar a tomar los grandes vinos, incluso los más vigorosos y pastosos, únicamente porque suban las temperaturas. Basta con rodearlos de las condiciones adecuadas, enfriar cuando sea necesario y servir menos en la copa para no dar lugar a que se caliente, evitando, además, la fea costumbre de la hostelería de servir una nueva dosis de vino sobre la copa no del todo vacía. Además de esos datos básicos, en vacaciones hay que extremar las precauciones a la hora de comprar el vino. Y, por supuesto, a la hora de consumirlo. Con el calor aumentan los riesgos, aumentan los efectos del alcohol y los lugares donde se puede manifestar el peligro: carretera, baños, práctica de deportes… Felices vacaciones.
Fecha publicación:Agosto de 2002
Medio: El Trasnocho del Proensa
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