Fecha publicación:Diciembre de 2001
Medio: Lavinia
Si a lo largo de una comida el acierto o desacierto en la combinación entre el plato y el vino pueden definir el éxito o el fracaso, en el postre la responsabilidad se multiplica. El final va a marcar la sensación general de todo el ágape, sobre todo si se han abierto botellas de vinos muy diferentes. El vino del aperitivo o de la entrada queda muy lejos en el recuerdo y, cuando el comensal se levanta de la silla, se lleva sobre todo la impresión del postre. Y de lo que ha bebido con el postre. Es un momento doblemente comprometido por ser el último y porque al final llegan algunos de los platos más ingratos a la hora de aceptar pareja vinícola.
Para curarse de espantos, muchos optan por continuar con el vino tinto que se ha servido con el plato fuerte del menú. Sabia decisión si se termina la comida con un queso antes de pasar a los dulces: se harán los debidos honores al queso para escurrirse hábilmente cuando entren los dulces. El problema llega cuando la pastelería es tan tentadora que no es posible hacer el mutis indicado. En ese caso, malo para el vino porque ningún tinto se enfrenta a un pastel, un helado o una macedonia de frutas sin huir despavorido. Para no hablar del chocolate con su suculenta mezcla de dulce y amargo y su peculiar textura.
La elección del vino de postre es un negocio delicado y en los últimos tiempos vemos cómo los restaurantes se lo toman a la ligera, aunque con frecuencia aciertan sin querer y nos obsequian casi invariablemente con un dulce pedroximénez para dar cuenta del último plato. Podría ser peor: hasta ayer mismo el obsequio consistía en un licorcito de frutas más o menos pastoso y (más bien más que menos) perfumado, cuando no en un con frecuencia peligroso orujo.
Además, el pedroximénez viejo, ese néctar de color negro con ribete yodo y perfume de café con leche, es buena alternativa para el ingrato chocolate. Es válido desde las dos teorías del maridaje, el contraste y la armonía: el amargor del chocolate enlaza con el toque amargo del vino y el dulzor lo contrasta. Además, la sensación licorosa del vino contrarresta con eficacia la untuosidad del chocolate. No es el único maridaje del pedroximénez, uno de los más versátiles vinos de postre precisamente por su componente amargo que evita que el dulzor sea empalagoso.
Toda la repostería dulce, las tartas y los pasteles las galletas y los hojaldres tienen acomodo con un buen pedroximénez o vinos similares, como el commadaria chipriota y buena parte de los vinos de pasas con larga crianza, como los moscateles clásicos. Sin embargo, con los quesos azules, un maridaje de moda, el pedroximénez no liga en absoluto; si se toman juntos, se soportan pero ni se tocan y, como ciertos matrimonio de conveniencia, marchan cada uno por su lado.
Los oportos y los olorosos dulces, también repetidamente y con más fortuna casados con quesos, son grandes compañeros de la sobremesa, mejor incluso después del postre, con pastas y hojaldres no demasiado dulces o con frutos secos. Los dulces navideños, como el turrón, el mazapán o los complicados polvorones, agradecen también el carácter licoroso de esos vinos clásicos. Parientes de los oportos, pero en crudo, sin domar por la crianza, son los tintos dulces elaborados con uvas pasas que están proliferando en los últimos tiempos. Hay que prestar atención a sus taninos, casi siempre en punta, como ocurre también en los oportos vintage muy jóvenes; son vinos nada sencillos de acomodar y les van mejor los quesos o, en el terreno dulce, postres lácteos, como quesada o tarta de queso.
El moscatel es otro veterano del final de las comidas y la sobremesa, pero hay muchos moscateles. Los más frescos, los fragantes moscateles jóvenes de última generación, son, curiosamente, los más díscolos. Se separan de la recomendación tradicional del dulce moscatel como compañero de frutas (macedonias, frutas frescas) ya que sería sumar acidez de vino a acidez de fruta y frescura frutal en los aromas del vino con la propia de los frutos. Para las frutas frescas lo mejor son los moscateles más clásicos sin crianza en madera, elaborados a partir de uvas sobremaduras, justos de acidez y con dulzor importante para contrarrestar la acidez de las frutas.
Una excepción son los postres de frutas más elaborados, las compotas y elaboraciones como el dulce de membrillo o el universal appelstrudel, el famoso pastel de manzana. Son buen acomodo para moscateles más ácidos pero también para la rica gama de los vinos dulces de climas fríos, los tokay menos densos, los vendimia tardía, los vinos de hielo y los inigualables sauternes o barsac. Todos ellos son ejemplos de vinos con un componente ácido importante para alegrar los azúcares de compotas y el caramelo de la manzana asada al horno. Y también son vinos elaborados con uvas atacadas por la podredumbre noble, la buscada botrytis, que confiere unos aromas entre minerales y de hongos muy sugestivos.
Otra versión del moscatel es la que se da en el sur de España, en Málaga o en Chipiona, dentro de la D.O. Jerez. Son moscateles de pasas sometidos a largas crianzas en botas por el sistema andaluz de criaderas y soleras; hay también buenos moscateles envejecidos en Navarra, Aragón y diversas zonas canarias. Son buena compañía para bizcochos y bollería, en especial para la que se enriquece con cabello de ángel o con frutas confitadas, como el roscón navideño.
Los helados son un postre frecuente poco dado a compañía. Entre ellos tiene una especial leyenda negra el helado de vainilla. En general, la vainilla aparece como uno de los productos más difíciles, tanto en helado como en otras preparaciones (pastas y galletas, natillas o crema catalana). Los vinos dulces más densos dan el contrapunto perfecto tanto en el caso de los helados como en el de las preparaciones con la vainilla como protagonista.
Para leyenda negra por antonomasia la del espumoso al final de las comidas. Sólo los organismos muy acostumbrados a su consumo soportan con entereza el golpe rompedor de acidez y burbujas de la mayor parte de los espumosos en combinación con cualquier tipo de postre o después de una comida en la que se hayan consumido otros vinos. Únicamente los escasos espumosos dulces mantienen el tipo con dignidad al final de las comidas. Y en este caso, se habla de dulces sin complejos, con más de 80 o 100 gramos de azúcar por litro, no de los semisecos, que no alcanzan los 50.
Lo que pasa es que no hay muchos espumosos realmente buenos y en este terreno de postre hay vinos dulces sin burbujas de enorme calidad y probablemente más seguros. Con burbujas o sin burbujas, las posibilidades son enormes, desde la fragancia de los moscateles y los grandes “auselese” centroeuropeos, hasta los dulces clásicos meridionales, pasando incluso por los generosos secos, como los olorosos viejos o los rancios, que también ofrecen buenas alternativas. El sector de los vinos licorosos abre todo un mundo de sensaciones que es muy divertido explorar.
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